sábado, febrero 13, 2010
Jornada de Jornadas 9
jueves, julio 23, 2009
Cansarse por Cristo es un descanso para el alma
martes, enero 13, 2009
¿Vivimos nuestra fe católica?
¿Vivimos nuestra fe católica?
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual LC
La fe no es una simple teoría. Es un compromiso que llega al corazón y a las acciones, a los principios y a las decisiones, al pensamiento y a la vida.
Vivimos nuestra fe cuando dejamos a Dios el primer lugar en nuestras almas. Cuando el domingo es un día para la misa, para la oración, para el servicio, para la esperanza y el amor. Cuando entre semana buscamos momentos para rezar, para leer el Evangelio, para dejar que Dios ilumine nuestras ideas y decisiones.
Vivimos nuestra fe cuando no permitimos que el dinero sea el centro de gravedad del propio corazón. Cuando lo usamos como medio para las necesidades de la familia y de quienes sufren por la pobreza, el hambre, la injusticia. Cuando sabemos ayudar a la parroquia y a tantas iniciativas que sirven para enseñar la doctrina católica.
Vivimos nuestra fe cuando controlamos los apetitos de la carne, cuando no comemos más de lo necesario, cuando no nos preocupamos del vestido, cuando huimos de cualquier vanidad, cuando cultivamos la verdadera modestia, cuando huimos de todo exceso: "nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias" (Rm 13,13).
Vivimos nuestra fe cuando el prójimo ocupa el primer lugar en nuestros proyectos. Cuando visitamos a los ancianos y a los enfermos. Cuando nos preocupamos de los presos y de sus familias. Cuando atendemos a las víctimas de las mil injusticias que afligen nuestro mundo.
Vivimos nuestra fe cuando tenemos más tiempo para buenas lecturas que para pasatiempos vanos. Cuando leemos antes la Biblia que una novela de última hora. Cuando conocer cómo va el fútbol es mucho menos importante que saber qué enseñan el Papa y los obispos.
Vivimos nuestra fe cuando no despreciamos a ningún hermano débil, pecador, caído. Cuando tendemos la mano al que más lo necesita. Cuando defendemos la fama de quien es calumniado o difamado injustamente. Cuando cerramos la boca antes de decir una palabra vana o una crítica que parece ingeniosa pero puede hacer mucho daño. Cuando promovemos esa alabanza sana y contagiosa que nace de los corazones buenos.
Vivimos nuestra fe cuando los pensamientos más sencillos, los pensamientos más íntimos, los pensamientos más normales, están siempre iluminados por la luz del Espíritu Santo. Porque nos hemos dejado empapar de Evangelio, porque habitamos en el mundo de la gracia, porque queremos vivir a fondo cada enseñanza del Maestro.
Vivimos nuestra fe cuando sabemos levantarnos del pecado. Cuando pedimos perdón a Dios y a la Iglesia en el Sacramento de la confesión. Cuando pedimos perdón y perdonamos al hermano, aunque tengamos que hacerlo setenta veces siete.
Vivimos nuestra fe cuando estamos en comunión alegre y profunda con la Virgen María y con los santos. Cuando nos preocupa lo que ocurre en cada corazón cristiano. Cuando sabemos imitar mil ejemplos magníficos de hermanos que toman su fe en serio y brillan como luces en la marcha misteriosa de la historia humana.
Vivimos nuestra fe cuando nos dejamos, simplemente, alegremente, plenamente, amar por un Dios que nos ha hablado por el Hijo y desea que le llamemos con un nombre magnífico, sublime, familiar, íntimo: nuestro Padre de los cielos.
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viernes, diciembre 19, 2008
Adonai, Dios es el Señor
Fuente: Gama - Virtudes y Valores
Autor: P. Antonio Rivero, L.C.
Adonai, אֲדֹנָי es uno de los nombres hebreos de Dios. Se usa más de 300 veces en el Antiguo Testamento como una designación para Dios como Señor, Amo, Gobernante de todo, Señor de señores, Gran Señor mío. Adonai era el dueño de una propiedad, el jefe de familia, o el gobernador de una provincia. Es un título de jerarquía, honor y autoridad.
En contextos cristianos se considera el uso del nombre Adonai como un reconocimiento claro de que "Dios es el Señor".
En el judaísmo, el nombre de Dios es más que un título distinguido. Representa la concepción judía de la naturaleza divina, y de la relación de Dios con el pueblo judío. Sobrecogidos por lo sagrado de los nombres de Dios, y como medio de mostrar respeto y reverencia hacia ellos, los escribas de textos sagrados «pausaban antes de copiarlos, y usaban términos de reverencia para mantener oculto el verdadero nombre de Dios».
¿Que nos revela, pues, el nombre Adonai?
Adonai es el Dios Soberano lleno de poder y autoridad que desea revelar su voluntad a los siervos que estén dispuestos a creerle y obedecerle, como Abraham (cf. Gn 15, 2), como Josué (cf. Jos 5,13-15), como Gedeón (cf. Jueces 6,14-16). Principalmente el nombre Adonai enfatiza la relación del hombre con Dios como su dueño, su autoridad y su proveedor.
Esto significa que Dios es y debe ser el Señor, el que determina cuál es el propósito para nuestra vida, y nuestra respuesta debe de ser la de rendirnos humildemente a su santa voluntad. El es el Señor, nosotros somos sus súbditos.
Debemos grabar a fuego en nuestra mente y corazón estas grandes verdades:
1. Dios es Señor, yo soy su siervo.
2. Dios diseñó un plan para su siervo, y el siervo le obedece con todas sus fuerzas, su corazón, su inteligencia y su alma.
3. Dios manda con amor y por nuestro bien, nosotros obedecemos sin cuestionarle. Y en nuestra obediencia amorosa y fiel está nuestra realización como hombres, como criaturas y como cristianos. Y está también el equilibrio, la paz y la armonía de toda la creación.
En medio oriente para acercarse al rey uno tenía que hacer un ritual muy elaborado. Cuando uno se acercaba al rey, tenía que hacer un ritual que consistía en tirarse a los pies del rey. Era un gran honor que se permitiera besar el borde de las vestiduras del rey, pues era considerado una de las ofensas mas graves, aparte de las personas más cercanas de la corte del Rey, mirar a los ojos al Rey. Este ritual denotaba la autoridad del Rey sobre todos sus súbditos.
Posición, autoridad, gloria. En estos tres sustantivos se encerraba la esencia del nombre Adonai.
Y con Jesús, el Hijo de Dios vivo, ¿qué pasó? ¿Sigue siendo también Adonai?
Nuestro Dios, en Cristo, vino humilde, hecho Niño, pobre, inerme, necesitado. Dios en Cristo, se quitó el manto de autoridad para que no tengamos miedo. Se despojó de sus títulos de honor para que nos acerquemos a Él con confianza. Se hizo niño para que lo podamos abrazar y acariciar. Se hizo impotente para fortalecer nuestra debilidad. Se hizo finito para que vislumbremos desde aquí el infinito. Se hizo tiempo para que lleguemos a la eternidad. Se hizo Palabra para que escuchemos al Dios de cielo y tierra. Se hizo hombre para que tengamos un modelo a quien mirar, seguir e imitar.
¿No es hermoso este misterio de Dios en Cristo? ¿No es tremendamente fascinante y luminoso? ¿No nos llena de estupor y de gozo íntimo saber que esta tierra fue cuna para este Señor Adonai? ¿No es un honor que hayamos sido escogidos nosotros, y no los animales ni los vegetales ni los minerales, para rendirle pleitesía y obediencia?
Ojalá que en este adviento tengamos una revelación más clara del Señor como Adonai, para que podamos conocer su propósito para nuestras vidas y así someternos con alegría y humildad como siervos de este gran Señor. Y si existiera una zona de nuestra vida todavía no sometida a este Adonai, porque está bajo nuestra égida… es hora de pedir perdón por nuestra insolencia y soberbia, y prometerle vasallaje humilde y obediencia sin condiciones.
Cada día deberíamos pasar tiempo en su presencia eucarística para conocer mejor a este Dios Adonai que está ahí, escondido bajo el velo del sacramento. ¡Cuántos secretos no querrá comunicarnos! ¡Cuántas penas no querrá compartir con nosotros! ¡Cuántas gracias no querrá derramar sobre nuestras almas!
Qué no sería este mundo si todos obedeciéramos a este Señor de los señores.
¡Vence el mal con el bien!
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El silencio de san José
El silencio de san José
Fuente: Catholic.net
Autor: SS Benedicto XVI
En estos últimos días del Adviento, la liturgia nos invita a contemplar de modo especial a la Virgen María y a san José, que vivieron con intensidad única el tiempo de la espera y de la preparación del nacimiento de Jesús. Hoy deseo dirigir mi mirada a la figura de san José. (......)
Desde luego, la función de san José no puede reducirse a un aspecto legal. Es modelo del hombre "justo" (Mt 1, 19), que en perfecta sintonía con su esposa acoge al Hijo de Dios hecho hombre y vela por su crecimiento humano. Por eso, en los días que preceden a la Navidad, es muy oportuno entablar una especie de coloquio espiritual con san José, para que él nos ayude a vivir en plenitud este gran misterio de la fe.
El amado Papa Juan Pablo II, que era muy devoto de san José, nos ha dejado una admirable meditación dedicada a él en la exhortación apostólica Redemptoris Custos, "Custodio del Redentor". Entre los muchos aspectos que pone de relieve, pondera en especial el silencio de san José. Su silencio estaba impregnado de contemplación del misterio de Dios, con una actitud de total disponibilidad a la voluntad divina. En otras palabras, el silencio de san José no manifiesta un vacío interior, sino, al contrario, la plenitud de fe que lleva en su corazón y que guía todos sus pensamientos y todos sus actos.
Un silencio gracias al cual san José, al unísono con María, guarda la palabra de Dios, conocida a través de las sagradas Escrituras, confrontándola continuamente con los acontecimientos de la vida de Jesús; un silencio entretejido de oración constante, oración de bendición del Señor, de adoración de su santísima voluntad y de confianza sin reservas en su providencia.
No se exagera si se piensa que, precisamente de su "padre" José, Jesús aprendió, en el plano humano, la fuerte interioridad que es presupuesto de la auténtica justicia, la "justicia superior", que él un día enseñará a sus discípulos (cf. Mt 5, 20).
Dejémonos "contagiar" por el silencio de san José. Nos es muy necesario, en un mundo a menudo demasiado ruidoso, que no favorece el recogimiento y la escucha de la voz de Dios. En este tiempo de preparación para la Navidad cultivemos el recogimiento interior, para acoger y tener siempre a Jesús en nuestra vida.
Meditación del Ángelus. Domingo 18 de diciembre de 2005
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Adviento es un período para abrir los ojos
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Thomas Rosica
El Adviento no cambia a Dios. El Adviento profundiza en nuestro deseo y en nuestra espera de que Dios realice lo que los profetas anunciaron. Rezamos para que Dios ceda a nuestra necesidad de ver y sentir la promesa de salvación aquí y ahora.
Durante este tiempo de deseo y de espera del Señor, se nos invita a rezar y a profundizar en la Palabra de Dios, pero estamos llamados ante todo a convertirnos en reflejo de la luz de Cristo, que en realidad es el mismo Cristo. De todas formas, todos sabemos lo difícil que es reflejar la luz de Cristo, especialmente cuando hemos perdido nuestras ilusiones, cuando nos hemos acostumbrado a una vida sin luz y ya no esperamos más que la mediocridad y el vacío. Adviento nos recuerda que tenemos que estar listos para encontrar al Señor en todo momento de nuestra vida. Como un despertador despierta a su propietario, Adviento despierta a los cristianos que corren el riesgo de dormirse en la vida diaria.
¿Qué esperamos de la vida o a quién esperamos? ¿Por qué regalos o virtudes rezamos en este año? ¿Deseamos reconciliarnos en nuestras relaciones rotas? En medio de nuestras oscuridades, de nuestras tristezas y secretos, ¿qué sentido deseamos encontrar? ¿Cómo queremos vivir las promesas de nuestro Bautismo? ¿Qué cualidades de Jesús buscaremos para nuestras propias vidas en este Adviento? Con frecuencia, las cosas, las cualidades, los regalos o las personas que buscamos y deseamos dicen mucho sobre quiénes somos realmente. ¡Dime qué esperas y te diré quién eres!
Adviento es un período para abrir los ojos, volver a centrarse, prestar atención, tomar conciencia de la presencia de Dios en el mundo y en nuestras vidas.
Adviento ofrece la maravillosa oportunidad de realizar las promesas y el compromiso de nuestro Bautismo.
El cardenal Joseph Ratzinger ha escrito que "el objetivo del año litúrgico consiste en recordar sin cesar la memoria de su gran historia, despertar la memoria del corazón para poder discernir la estrella de la esperanza. Esta es la hermosa tarea del Adviento: despertar en nosotros los recuerdos de la bondad, abriendo de este modo las puertas de la esperanza".
En este tiempo de Adviento, permítanme presentarles algunas sugerencias:
Acaben con una riña. Hagan la paz. Busquen a un amigo olvidado. Despejen la sospecha y sustitúyanla por la confianza. Escriban una carta de amor.
Compartan un tesoro. Respondan con dulzura, aunque les gustara una respuesta brutal. Alienten a un joven a tener confianza en él mismo. Mantengan una promesa. Encuentren tiempo, tómense tiempo. No guarden rencor. Perdonen al enemigo. Celebren el sacramento de la reconciliación. Escuchen más a los otros. Pidan perdón si se han equivocado. ¡Sean gentiles aunque no se hayan equivocado! Traten de comprender. No sean envidiosos. Piensen antes en el otro.
Rían un poco. Ríanse un poco más. Gánense la confianza. Opónganse a la maldad. Sean agradecidos. Vayan a la iglesia. Quédense en la iglesia más de tiempo de lo acostumbrado. Alegren el corazón de un niño. Contemplen la belleza y la maravilla de la tierra. Expresen su amor. Vuélvanlo a expresar. Exprésenlo más fuerte. Exprésenlo serenamente.
¡Alégrense porque el Señor está cerca!
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Corazón Amoroso
Corazón Amoroso
Fuente: Gama - Virtudes y Valores
Autor: Fernando Tamayo, L.C.
Entre los distintos pasajes donde brilla el corazón amoroso de María destaca la narración del nacimiento de Jesús (Lc 2,1-7), como una oportunidad magnífica para descubrir, agradecer y asimilar los altos quilates del amor de nuestra Madre.
Podemos definir inicialmente así el verbo "amar": aceptar que otro entre en la intimidad de mi persona, llegando a determinar lo que yo pienso y soy. (Cf. Instrumento de trabajo del Sínodo de los obispos de Europa de 1991). Cuando ese "Otro" se escribe con mayúscula y es Dios mismo, se produce en el alma y en la vida de la persona una serie de acontecimientos del todo particulares e irrepetibles. Esto ocurre así sobre todo si ese "Otro" viene, como en el caso de María, para encarnarse y, sin dejar de ser Dios, nacer como Hombre para redimir a la humanidad.
Y también como donación y entrega constantes. En el caso del corazón de María, este amor irrumpe en dos direcciones: amor a Dios y amor a los demás. Estas dos direcciones confluyen en el pasaje del nacimiento.
La anterior donación de María a Dios, sintetizada en: "Aquí está la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38) tiene aquí muchos matices que le aportan grandeza, hondura, universalidad, fecundidad. No olvidemos que nos encontramos ante el mejor y más amoroso de los corazones maternos, según lo intuyó y expresó el santo Cura de Ars en el siguiente texto:
Un corazón de madre, el corazón de cualquiera de ellas es un abismo de bondad: ¿Qué tendrá que ser, pues, el corazón de María? "El corazón de María es tan tierno para con nosotros, que los de todas las madres reunidas no son sino un pedazo de hielo al lado del suyo".
Es un amor sencillo, el propio de una criatura consciente de la grandeza infinita de Dios y de la propia pobreza. Este amor no cavila, no pide explicaciones ni excepciones, no atribuye a una mala suerte o a una fatalidad la orden de empadronamiento de Augusto, no exige nada al Señor y acepta lúcida y serena los caminos que la Providencia va disponiendo con todo lo que entrañan.
Es un amor humilde: acepta el rechazo y la humillación que supone el no haber para ellos lugar en el mesón como parte del proyecto divino. María no retira su amor cuando se ve relegada y obligada a dar a luz al Rey del universo en una cueva, empleando como cuna un pesebre. Acepta con fe la humillación del silencio y del anonimato en que ocurre el suceso más importante de la historia de la humanidad.
Es un amor paciente: acata la lejana orden de un poder político extranjero en unas circunstancias personales penosas e incómodas, viaja así los más de cien kilómetros que separan Nazaret de Belén, no pide al Señor que el Niño nazca como quien es en realidad - el Hijo del Altísimo, cuyo reino no tendrá fin-, carece de las posibilidades que tenía previstas en Nazaret para el nacimiento de su Hijo. Y Dios no actúa como humanamente cabría esperar: manifestando su poder infinito.
Es un amor realista: no achaca a mala suerte las circunstancias del nacimiento de su Hijo, no añora comodidades que podría tener si se encontrara en su casa de Nazaret o en el mesón de Belén. Acepta el designio de Dios con todas las circunstancias, tan duras para un corazón materno, delicado y fino. Capta que la voluntad del Padre no siempre coincide con nuestros proyectos, gustos, aspiraciones; ni con nuestro sentido práctico.
Este realismo lleva a María y a José a manifestar su amor como pueden, ofreciendo todo lo poco, lo mejor, lo único que tienen a ese Hijo que es también su Dios: un pesebre y unos pañales que su corazón previsor y amoroso había llevado consigo para el cercano nacimiento de Jesús.
En este realismo entra también el buscar soluciones al problema de la carencia de un sitio digno para el nacimiento de Jesús. Un amor que es auténtico no se cruza de brazos ni se deshace en actitudes quejumbrosas: se las ingenia para buscar, encontrar y aplicar las mejores soluciones del momento.
Es, también, un amor confiado: ella no planeó ningún detalle de los que están ocurriendo en ese momento, el más importante de su vida y de toda la historia. Hay Otro que lo ha dispuesto todo en este día en que ha llegado "la plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), cuando Jesús está iniciando la aventura divina y humana de la redención, ese proyecto que "hace nuevas todas las cosas" (Is 43, 19). Si el Señor de la vida y de la historia lo ha dispuesto todo precisamente así, a María le corresponde colaborar, confiadamente abandonada a los designios amorosos de Dios. Tiene ella oportunidad de vivir en carne propia aquel versículo del salmo 23: "Aunque camine por valles oscuros nada temo, porque tú estás conmigo".
Es, además, un amor puntual a la cita con el Señor. "Sucedió que, mientras estaban ellos allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito". El amor es un encuentro entre dos personas preparado por ambas. Y María está allí. Más allá de sus previsiones humanas, Dios tenía una cita con ella en Belén para cumplir la profecía según la cual el Mesías nacería en esa ciudad (cf. Mt 2,6). Para llegar con puntualidad a las citas con el Señor hay que salir del propio territorio como Abrahán, desembarazarse de impedimentos como Elías que deja su manto a Eliseo, caminar en la dirección correcta, aligerar el paso, no pensar en las propias limitaciones, llegar hasta el punto de encuentro. Para María era Belén y allí está para el nacimiento de Jesús a la hora prevista por Dios. Y aceptada y vivida a conciencia por ella.
Es un amor que tiene detalles: el amor se construye y se mima con gestos concretos, diarios, que agradan al amado. Estos gestos son los detalles que indican las preferencias del corazón, su delicadeza, su ternura. Son los que manifiestan que el amante se ha quitado del centro de su existencia y ha colocado allí al amado para pensar en él antes que en sí mismo, para atenderlo a él en primer lugar. Seguramente María habría querido manifestar su amor y su cariño a su Hijo recién nacido de muchos modos, y seguramente en su casa lo habría logrado mejor. En Belén manifiesta estos detalles del único modo que puede, expresado sobriamente así en el relato evangélico: "lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre".
Este amor abre los ojos del alma para admirar las maravillas y paradojas encerradas en el Nacimiento del Señor. San Agustín resumió así algunas de estas paradojas o verdades desconcertantes que la Madre empezaría a ver entonces:
"Se hizo Hombre el autor del hombre para que el Pan tuviera hambre; para que la Fuente tuviera sed; para que la Luz durmiera; para que el Camino se fatigara al caminar; para que la Verdad fuera acusada por falsos testigos; para (...) que la Ley fuese azotada; para que la Rosa fuera coronada de espinas; (...) para que la Fuerza fuese debilitada, la Salud herida y la Vida muerta."(S. AGUSTÍN, Sermones 8, 1 PL 38, 1009)
Este amor suaviza, dulcifica, serena el propio mundo interior, las relaciones humanas en que se encuentra, el ambiente que lo rodea. Todo lo que hace y sufre María en el nacimiento y el espíritu con que lo afronta es un bálsamo para su alma y a la vez para el alma de José, de los pastores y de los magos que van a venir a adorar al Niño recién nacido.
Este amor no desfallece y persevera hasta el final de la prueba concreta por la que el Señor la lleva en este pasaje del nacimiento de su Hijo. Y es ésta también la actitud que mantendrá hasta el final de su vida. Dios, que está con ella según se lo dijo el ángel en la Anunciación, es quien la fortalece para mantenerse en pie espiritualmente.
El corazón de María, con Jesús recién nacido entre sus brazos, nos invita a amarlo, a tratarlo con el mismo cariño que ella le tiene. Así, parece decir a cada uno de nosotros lo que escribe un autor religioso de nuestra época:
María se nos aparece envuelta en su manto azul de pureza virginal para ofrecernos el fruto de sus entrañas. "Cógelo", nos suplica. "Te pesará un poquito, como suelen pesar los niños, pero descubrirás que su peso es ligero y su carga suave. Cógelo y, a cambio, tus tristezas desaparecerán. Tú, que estás cansado y agobiado, carga con su yugo y verás que es mucho más liviano que la losa de tu pecado. Cógelo entre tus brazos, dale tu amor, aunque éste sea muy pequeño, y comprobarás que quedas enriquecido, millonario de una alegría que no se compra ni en las más lujosas tiendas."(MARTÍN, S., Católicos del siglo XXI, 18 de diciembre del 2000, p. 4).
Es, así, un amor que construye el Reino. Su aceptación del plan de Dios sobre su vida que llega a su culmen en el nacimiento de Jesús es su aportación a la obra de la redención. El edificio del Reino de los cielos encuentra en María una piedra preciosa que sirve de fundamento cercano y sólido a la Iglesia que Cristo iniciará en su vida pública. El plan de salvación oculto desde antiguo, Dios decide manifestarlo de un modo nuevo e inigualable con el nacimiento de su Hijo. Y María es esa piedra elegida que, con su amor, contribuye a la construcción de la nueva Jerusalén.
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martes, diciembre 16, 2008
Ser mensajero que anuncia la Buena Nueva
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
"[...] ¿cómo van a invocar al Señor, si no creen en él? ¿Y cómo van a creer en él, si no han oído hablar de él? ¿Y cómo van a oír hablar de él, si no hay nadie que se los anuncie?". Estas preguntas, que San Pablo se hace en la carta a los Romanos, creo que tienen un especial significado en este tiempo de Adviento en el que estamos preparando la venida del Señor.
Vivimos en un mundo en el que muchas veces los valores cristianos no son comprendidos; y cuanto menos se comprenden, menos son apreciados. Y, cuántas veces, comprendidos y apreciados, no son seguidos, no son vividos. Tristemente, tenemos que confesar que la cultura que nos rodea influye mucho, que las situaciones en las que nos encontramos tienen un gran peso en el corazón. Y en cuántas ocasiones estas situaciones nos llevan a tomar decisiones, opciones, formas de pensar y modos de vivir que, en el fondo, arrancan a Cristo de nuestra existencia.
Una vocación a la vida cristiana no se puede dar sola, necesita los medios humanos para darse. Dios ha querido llegar a los hombres a través de otros hombres. San Pablo, en la carta a los romanos, citando la Escritura, dirá: "¡Qué hermoso es ver correr sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la Buena Nueva!".
Yo les invito a que en este Adviento llenen su alma de Cristo, colmen su corazón de una generosidad inmensa para seguir al Señor, para que cada uno de nosotros pueda ser mensajero de la Buena Nueva para la propia vida, mensajero de la Buena Nueva para la propia pareja, mensajero de la Buena Nueva para la propia familia y para la sociedad, porque entonces, Jesucristo no se queda atrás en generosidad para dar el segundo paso: "Yo los haré pescadores de hombres".
Solamente quien escucha la palabra de Cristo lo puede seguir, y al seguirlo le entrega todo su ser. Entrega a Cristo su vida, su libertad, sus triunfos y sus fracasos, sus gozos y sus tristezas, sus esperanzas y sus desesperanzas. La vida tiene que ser la conjunción de nuestra libertad dada a Cristo, apostada con Cristo, junto con el dejar que Él opere y transforme nuestra existencia. La pregunta que todos deberíamos hacernos en este Adviento es: ¿cómo entrego mi libertad a Cristo? ¿Cómo dejo que Él opere en mí?
El hombre y la mujer pueden no seguir a Cristo. Ese Simón y ese Andrés, que somos cada uno de nosotros, al escuchar el "sígueme", puede no entregar su libertad a Cristo. Y en un primer momento parecería que no pasa nada. Y, quizá, es verdad: no pasa «nada». Es decir, la ley de mi vida puede irse convirtiendo en nada, en una vida sin sentido, porque he sacrificado lo que valía más por lo que me convenía más.
Es una opción que el ser humano debe tomar: seguir lo que vale más o seguir lo que me conviene más. Si sigo lo que vale más, cambiará mi vida. Si sigo lo que me conviene más, no pasará «nada». Pero, yo me pregunto: ¿quién es capaz de soportar la nada en el corazón?
Hay que abrirse a Cristo, hay que ofrecerle el corazón; hay que permitir que el Señor nos tome y nos lance a una decisión coherente, madura y exigente de cara a Jesucristo. Que el Adviento reafirme en el interior de cada uno de nosotros la decisión de ser, para los que amamos, auténticos pescadores de hombres, y que afiance en nuestro corazón la convicción de ser, para los que nos rodean, mensajeros que corren por los montes para llevarles la Buena Noticia de Dios.
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Todos los días pueden ser Navidad
Todos los días pueden ser Navidad
Fuente: Catholic.net
Autor: Germán Sánchez Griese
¡Navidad! ¡Qué buena onda!
Todos sabemos que es un día súper y se empieza a notar en el ambiente. Ya desde el 24 de diciembre en la tarde parece que todos te tiran muy buena onda y hay una vibra muy especial en el ambiente. A los chavos que les toca trabajar ese día, ya como a las cuatro o cinco de la tarde todos se ponen sentimentales y se desean miles de cosas buenas. En casa, a pesar de las carreras por tener lista la cena, cuando llegan los invitados todo parece estar a pedir de boca y muchos de ellos se alivianan y se ofrecen a ayudar en lo que sea necesario. No falta desde luego algún imprevisto o las lágrimas de la abuelita o del abuelo que se acuerdan de tantas cosas. Bueno, ¡qué importa! Hasta esas pequeñas cosas entran en la fiesta y a nadie incomodan.
Y ese buen ambiente, esas buenas vibras parece que se continúan por varios días. Tal pareciera que hay algo mágico en esos días, como si Harry Potter hubiera hecho algún encantamiento: todos tratamos de estar de buen humor, tratamos de disculpar a los otros. Como que damos lo mejor de nosotros mismos y los otros también dan lo mejor de ellos mismos. Hasta nuestros jefes parece que nos dejan descansar un poco esos días y nos dejan de tirar mala onda y ni quien se acuerde de los exámenes reprobados, de las malas calificaciones o de los amigos "que ya sabes que no me caen nada bien".
¿Has pensado que pasaría si la magia de esos días se prolongara durante todo el año? Yo creo que nuestra vida y nuestro mundo serían completamente distintos. Ahora que estamos tan afectados por todo lo que ha pasado en Nueva York con los actos terroristas, sería bueno pensar algo por mejorar el mundo, ¿no crees? Espera, no quiero que te vayas de Anti – global o que la hagas de kamikaze. No. Basta simple y sencillamente que nos decidamos a dar lo mejor de nosotros todos los días, a prolongar por todo el año el buenérrimo ambiente de la Navidad. Cierto que no es cosa fácil, pero lo podemos ir ensayando todos los días. No nos va a salir a la primera, pero lo bueno es que ya sabemos cómo hacerlo. Poner tu mejor cara, disculpar los errores de los demás, pedir las cosas por favor, tratar de no criticar a nadie. Bueno, para que seguir. Hay una lista enoooorme de cosas que sabemos muy bien que se pueden mejorar.
De ti depende que la magia continúe. Cierra los ojos. Imagina una Navidad eterna. ¿Te gustaría? Ahora... abre los ojos y ponte en marcha. ¡Sí se puede! ¡Sí se puede!
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La esperanza el
Fuente: Catholic.net
Autor: SS Benedicto XVI
... El Adviento es por excelencia la estación espiritual de la esperanza y en él la Iglesia entera está llamada a convertirse en esperanza, para ella misma y para el mundo.
Todo el organismo espiritual del Cuerpo místico asume, por así decir, el "color" de la esperanza. Todo el pueblo de Dios se pone en marcha atraído por este misterio: nuestro Dios es el "Dios que llega" y nos llama a salir a su encuentro.
¿Cómo?
Ante todo con esa forma universal de esperanza y de la espera que es la oración, que encuentra su expresión eminente en los Salmos, palabras humanas en las que el mismo Dios ha puesto y pone continuamente en los labios y en los corazones de los creyentes la invocación de su venida.
Detengámonos, por tanto, unos instantes en los dos Salmos que aparecen consecutivamente en el libro bíblico: el 141 y el 142, según la numeración judía:
"Señor, te estoy llamando, ven de prisa, escucha mi voz cuando te llamo. Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (Salmo 141,1-2).
Así inicia el primer salmo de las primeras vísperas de la primera semana del Salterio: palabras que al inicio de Adviento cobran un nuevo "color", pues el Espíritu Santo hace que resuenen siempre de nuevo en nuestro interior, en la Iglesia en camino entre el tiempo de Dios y los tiempos de los hombres.
"Señor..., ven de prisa" (v. 1).
Es el grito de una persona que se siente en grave peligro, pero es también el grito de la Iglesia que entre las múltiples insidias que la circundan, que amenazan a su santidad, esa integridad irreprensible de la que habla el apóstol Pablo, pero que sin embargo debe ser conservada para la venida del Señor.
En esta invocación resuena también el grito de todos los justos, de todos los que quieren resistir al mal, a las seducciones de un bienestar inicuo, de placeres que ofenden a la dignidad humana y a la condición de los pobres.
Al inicio de Adviento, la liturgia de la Iglesia lanza nuevamente este grito, y lo eleva a Dios "como incienso" (v. 2).
La ofrenda vespertina del incienso es, de hecho, símbolo de la oración, de la efusión de los corazones orientados a Dios, al Altísimo, así como "el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde" (v. 2). En la Iglesia ya no se ofrecen sacrificios materiales, como sucedía también en el templo de Jerusalén, sino que se eleva la ofrenda espiritual de la oración, en unión con la de Jesucristo, que es al mismo tiempo Sacrificio y Sacerdote de la nueva y eterna Alianza. En el grito del Cuerpo místico, reconocemos la voz misma de la Cabeza: el Hijo de Dios que ha cargado con nuestras pruebas y tentaciones para darnos la gracia de su victoria.
(...)En su primera venida con la encarnación, el Hijo de Dios quiso compartir plenamente nuestra condición humana. Naturalmente no compartió el pecado, pero por nuestra salvación padeció todas las consecuencias. Al rezar el Salmo 142, la Iglesia revive cada vez la gracia de esta compasión, de esta "venida" del Hijo de Dios en la angustia humana hasta tocar fondo. El grito de esperanza de Adviento expresa, entonces, desde el inicio y de la manera más fuerte, toda la gravedad de nuestro estado, la extrema necesidad de salvación.
Es como decir: nosotros no esperamos al Señor como una hermosa decoración en un mundo ya salvado, sino como un camino único de liberación de un peligro mortal. Y nosotros sabemos que Él mismo, el Liberador, ha tenido que sufrir y morir para sacarnos de esta prisión. (...)
(...)Como María y con su maternal ayuda, seamos dóciles a la acción del Espíritu Santo para que el Dios de la paz nos santifique plenamente y la Iglesia se convierta en signo e instrumento de esperanza para todos los hombres. ¡Amén!
Fragmento de la homilía que pronunció Benedicto XVI en las vísperas del primer domingo de Adviento en la Basílica de san Pedro del Vaticano 2008.
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Repetir el camino de María en nuestra vida
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
La Santísima Virgen no es la única que ha sido elegida por Dios; cada uno de nosotros también lo ha sido. La razón por la cual María es bendecida de esta forma extraordinaria por el Señor, es por la misión que a Ella se le iba a entregar: la de ser la Madre del Redentor. La razón por la cual cada uno de nosotros es bendecido por Dios es porque también tenemos una misión muy especial de cara a nuestro mundo, de cara a la propia familia y de cara a la sociedad en la que vivimos.
Ciertamente que, en nuestro caso, el camino es distinto. En María se produce la preservación por parte de Dios. María no es tocada por el pecado; nosotros tenemos que caminar y luchar para corregir esa marca del pecado. Sin embargo, de la misma manera en que María tiene una gracia muy especial por parte del Señor, no olvidemos que también nosotros la tenemos, porque tenemos la gracia de Dios para poder llevar a cabo nuestra misión.
Yo creo que la actitud de la Santísima Virgen ante la misión que se le propone, también la podríamos aplicar a nosotros. María, cuando oye las palabras del ángel, se preocupa mucho y se pregunta qué querría decir semejante saludo. María le pregunta al ángel cómo se va a realizar el plan de Dios, siendo ella virgen. Sin embargo, la Santísima Virgen ofrece su persona a Dios como la esclava del Señor para que se cumpla en Ella lo que se le ha dicho.
Esas tres actitudes de la Santísima Virgen, podrían también ser tres comportamientos nuestros. Cada uno de nosotros, cuando Dios manifiesta su plan en nuestra vida, también puede sentir preocupación, inquietud, incluso miedo. "No temas María", le dirá el ángel. También en nuestro corazón, cuando vemos lo que Dios nos pide, cuando vemos con claridad el designio de Dios para nuestra vida, puede surgir miedo, porque muchas veces lo que Dios nos pide va en contra de lo que habíamos planeado.
Si reflexionáramos sobre el plan que tenía o el plan que tiene para su existencia, ¿podría decir que es el mismo que Dios le está pidiendo? ¿Acaso lo que me ha sucedido estaba dentro de mis planes? ¿Estaba dentro de mis planes el que mi matrimonio sufriese dificultades? ¿Estaba dentro de mis planes el que mis hijos se comportasen mal? ¿Estaba dentro de mis planes el que Dios me pidiese pasar por la situación por la que estoy pasando?
Nos vamos a dar cuenta de que muchas cosas no estaban dentro de nuestros planes. Y cuando de pronto te encuentras con algo que no está dentro de tus planes, te puede preocupar, te puede incluso molestar. Sin embargo, hay una cosa muy clara: muchas veces perdemos el dominio de nuestra vida y se lo tenemos que dejar a Dios.
¿Qué pasa cuando se lo tienes que dejar a Él? ¿Qué pasa cuando Dios te dice "el control lo quiero yo"? Y quiero que me entregues esto de tu vida...; esto de tus hijos...; esto de tu matrimonio...; esto en el ámbito material...; esto en el ámbito social... A lo mejor, surge en nosotros preocupación, que puede ser una reacción lógica, pero que no sigue el camino de la Santísima Virgen María.
Cuántas veces podemos perder de vista que, ante Dios, la respuesta auténtica es "sí". Y es un "sí" que le pone a Dios delante todo lo que uno es. María había prometido a Dios vivir en virginidad. Pero incluso esa promesa tan acariciada en el corazón de la Santísima Virgen, Ella la pone ante el Señor y acepta la respuesta de Dios.
El punto importante es si le ponemos a Dios el sí por delante. "¿Cómo va a ser...?" Tú me lo vas a decir, Tú me vas a guiar, Tú vas a estar a mi lado. Sin embargo, cuántas veces pensamos que nuestros planes personales son mejores que los de Dios; que nuestros criterios personales, son mejores que los del Señor. Nos olvidamos de que el camino de María es un camino en el que Ella siempre está dispuesta a decirle a Dios "sí".
La tercera actitud de la Santísima Virgen María es una actitud de una ofrenda total: "He aquí la esclava del Señor, que se haga en mí según tu palabra". Ante los conflictos internos de más generosidad, más sacrificio, más entrega, más oración, más perdón a los demás, tenemos que repetir las palabras de María Santísima: "Aquí está la esclava del Señor, que se haga en mí según tu palabra".
Dice San Pablo: "Hemos sido elegidos, en Cristo, para ser santos e irreprochables". ¿Cuál es el camino para lograrlo? Cada uno de nuestros caminos es distinto, cada uno de nuestros modos de caminar es diferente, pero si seguimos el camino de María "aquí está la esclava del Señor, que se haga en mí según tú me dices", será siempre un camino de gozo y de esperanza, no un camino de miedo.
¡Qué importante es descubrir este camino de María en nuestra vida, porque es un camino —no lo olvidemos—, que lo tenemos que ir repitiendo constantemente! Lo tenemos que repetir cuando nuestra vida es joven, cuando es madura, cuando es anciana; lo tenemos que repetir cuando las cosas económicas van bien o cuando van mal; lo tenemos que repetir cuando hay contrariedades o cuando no las hay. Tenemos que repetir el camino de María, porque repetirlo es seguir el camino de la paz, es seguir el camino de Dios.
Permitamos, entonces, que toda nuestra vida vaya caminando, como en la vida de María, con estas tres actitudes: La actitud de querer encontrar la voluntad de Dios, sea ésta cual sea. La actitud de no poner restricciones a la voluntad de Dios, sea ésta cual sea. Pero sobre todo, la actitud de entregarse con plena y madura libertad al camino de Dios, por donde Él nos vaya llevando.
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viernes, diciembre 05, 2008
El clamor del Adviento
Fuente: Catholic.net
Autor: Padre Luis María Etcheverry Boneo
Si todo fin y todo comienzo de año debe ser siempre, para las personas serias, responsables, un momento de balance: de mirar al pasado y a la vez al futuro, de sacar experiencia de lo ocurrido para asegurar un mejor rendimiento del porvenir, esto debe ocurrir de un modo mucho más particular y más exigente cuando se trata del fin y del comienzo del año eclesiástico y, por lo tanto, en relación con lo que más importa que es nuestra vida espiritual.
El año eclesiástico comienza con el Adviento, es decir, con la preparación para el nuevo nacimiento de Jesucristo en la Iglesia y en nuestras almas.
El Adviento, en la liturgia de la Iglesia, no sólo es una preparación para la conmemoración y para el nacimiento místico de Jesucristo en Navidad; no sólo mira a ese fin práctico, sino que -en esa actitud de la Iglesia de renovar cada año los misterios relativos al ciclo humano de la vida de Jesús- quiere comenzar con un signo de la larga expectación de la humanidad con respecto a la venida del Mesías anunciado.
Durante un mes vamos a renovar místicamente ese período de la historia de la humanidad que transcurre desde el pecado del primer hombre hasta la llegada visible del Redentor a este mundo.
Por eso es comprensible que la Iglesia asuma, en su liturgia de este tiempo, abundantes textos del Antiguo Testamento y sobre todo un espíritu tomado de la imagen de la tierra, por una parte seca, árida, sedienta de lluvia, y por otra, bien preparada para recibir en su seno la buena semilla en el momento de la siembra que espera le ha de llegar. Así como todo el tiempo del trabajo de la tierra previo a la siembra, está destinado a asegurar que cuando venga la semilla no encuentre ningún obstáculo a su supervivencia y a su desarrollo: a su germinación, al producir la planta, las flores, los frutos (es decir, una expansión total de esa vida latente que traía la semilla), así también todo el Antiguo Testamento, y el Adviento para nosotros, debe ser un trabajo de arada, de rastreo, de preparación de la tierra.
¿Para qué se ara? Primero para matar todos los yuyos, es decir, todas las plantas, todas las vidas que puedan entrar en competencia con la vida de la semilla y llevarse para ellas los frutos, las sales, las riquezas de la tierra; se requiere que cuando venga la semilla, nada en el seno de la tierra pueda disputarle la posesión de los alimentos.
Y se rastrea, en segundo lugar, para romper todos los cascotes y sacar todas las piedras y consecuentemente todos los huecos que haya entre cascote y cascote, lo cual, de no hacerse, haría que la semilla quede sin entrar en la tierra o al lanzar una raíz no pueda ella expandirla y se vea impedida de germinar o, en todo caso, limitada en su crecimiento.
¿Y para qué se riega, cuando se puede, la tierra? O ¿por qué clama la tierra que venga el agua del cielo, si el hombre no puede proporcionársela? Para que esa agua, además de incorporarse a la semilla y enriquecerla por sí misma, se convierta en el vehículo por el cual las sales y los elementos vitales que la tierra contiene se pongan al alcance y puedan entrar en contacto con la planta e introducirse dentro de ella y así enriquecerla, fortificarla, hacerla desarrollar y alcanzar todo lo apetecido.
La literatura del Antiguo Testamento está embebida en esta semejanza de la tierra que se trabaja y de la tierra que clama por la lluvia para que venga esa semilla a traer su vida. Y la liturgia de este Tiempo nos trae, con esta misma comparación, toda la fuerza de su sugerencia y de su sacramentalidad para que trabajemos nuestra alma, de tal manera que, en el Adviento quitemos todo lo que en nosotros pueda oponerse al nacimiento o a la futura expansión de Jesús con su vida, cuando llegue una vez más, en Navidad.
Que no quede ningún sector de nuestra persona: ni la inteligencia, ni la voluntad, ni el corazón, ni la sensibilidad, invadido por cualquier semilla que impida la entrada de Jesucristo con su vida, en ese sector.
Y que no haya en nosotros ningún cascote, ninguna costra, nada que, aunque no sea usufructuado por alguna otra vida, u otra semilla, o por algún otro organismo, sin embargo esté cerrado como un caparazón, a la penetración de Jesucristo cuando venga a nuestra alma místicamente el día de Navidad.
Y que, por otra parte, no falte el agua de la gracia que consigamos a fuerza de pedirla, a fuerza de clamar como clama la tierra -simbólicamente- cuando está seca; la gracia que merezcamos con nuestras oraciones y nuestras buenas obras, y que dentro de nosotros disponga todo lo necesario para que la vida de Jesús, el mundo de sus sugerencias mentales, de sus ilustraciones a la inteligencia, de sus mociones a la voluntad, de sus sentimientos para nuestro corazón, todo eso encuentre el vehículo apropiado, la tierra blanda, permeable, para que la haga llegar hasta todos los límites y dimensiones de nuestra persona.
Tengámoslo, entonces, muy en cuenta: se trata de quitar lo que pueda disputarle al Señor la posesión de nuestra persona; se trata de romper cualquier caparazón que nos cierre, que impida, que encallezca nuestra alma a la acción del Señor; se trata de ablandarla y de vehiculizarla toda, con la lluvia de la gracia que merezcamos y obtengamos por medio de la oración, y de las buenas obras ofrecidas con ese objeto.
La perspectiva de un nuevo nacimiento del Señor, en nosotros y en el mundo tan necesitado de Él, tiene que ser objeto de una preocupación, de todo un conjunto de sentimientos y de actos de voluntad que estén polarizados por el deseo de poner de nuestra parte todo lo que podamos, para que el Señor venga lo más plenamente posible sobre cada uno y sobre el mundo.
Y si esto vale siempre, se hace más exigente en las circunstancias del mundo presente que desvirtúa precisamente lo que Jesucristo trajo con su nacimiento. ¡Qué necesario es que pongamos todo de nuestra parte para que Jesús venga a nosotros con renovada fuerza el día de Navidad y, a través nuestro, sobre las personas que están cerca, sobre la Iglesia y sobre el mundo!
Quedémonos en espíritu de oración, fomentando en nuestro interior el deseo de que las cosas ocurran según las intenciones y los deseos del mismo Señor.
El Adviento es una época muy linda del año. Después de las fiestas de Navidad y de Pascua, quizá es la más linda, porque es una época de total esperanza, de seguridad alegre y confiada. En ese sentido nuestro Adviento es más lindo que el del Antiguo Testamento: se esperaba lo que todavía no había venido, en cambio nosotros sabemos que el Señor ya ha venido sobre el mundo, sobre la Iglesia, sobre cada uno y entonces tenemos mucho más apoyo para nuestra seguridad de que ha de venir nuevamente, a perfeccionar lo ya iniciado.
Por otra parte, esa presencia del Señor en la Iglesia y en nosotros nos ha hecho ir conociendo a Jesús, amándolo y tratándolo con confianza; por tanto, este esperar su nuevo nacimiento tiene que ser mucho más dulce, mucho más suave, mucho más seguro, mucho más esperanzado (con el doble elemento de seguridad y alegría de la esperanza) que lo que fue la espera de los hombres y mujeres del Antiguo Testamento.
Quedémonos, pues, unidos con Jesús, conversemos sobre estos temas, preguntémosle qué nos sugiere a cada uno en particular para que podamos, desde el comienzo, vivir el Adviento del modo más conducente para obtener la plenitud de Navidad que Él sin duda quiere darnos.
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Esperanza alegre - Apostolado de la sonrisa
Esperanza alegre - Apostolado de la sonrisa
Fuente: ZENIT.org
Autor: Monseñor José Ignacio Munilla Aguirre, obispo de Palencia
El 30 de noviembre, celebramos el primer aniversario de la publicación de la segunda encíclica de Benedicto XVI: "Spe Salvi" (Salvados en Esperanza). En este tiempo de
Adviento, en el que la Iglesia renueva una vez más, la invitación a vivir la virtud teologal de la esperanza.
Tenemos que reconocer que, con frecuencia, en nuestra cultura se ha forjado una imagen un tanto "melancólica" de la esperanza. Parece como si identificásemos la esperanza con un suspiro que añora la realización de unos ideales, al mismo tiempo que los percibe como una utopía inalcanzable. Alguien dijo que la esperanza sin Dios (¿"esperanza laica"?), por mucho que se exprese en tonos poéticos, acaba por reducirse al lamento triste y nostálgico.
¿No es cierto, acaso, que en nuestras conversaciones hay una gran inflación de lamentos y de reivindicaciones estériles? Todo el mundo parece quejarse de todo. El "victimismo" se ha convertido en una actitud de vida, consistente en creernos destinatarios de todos los males, al mismo tiempo que nos hacemos ciegos para reconocer el bien e incapaces de agradecerlo. Así lo describía Martín Descalzo: "Antaño la hipocresía era fingirse bueno. Hoy en día, la hipocresía es inventarse dolores, teniendo motivos para estallar de alegría".
Pues bien, en este tiempo de Adviento que iniciamos, tiempo de espera gozosa en el Mesías, tenemos una ocasión de oro para crecer en la virtud de la alegría. Pero... ¿cómo es eso de considerar la alegría como una "virtud"? ¿No se trata acaso, de un estado emotivo, fruto de unas circunstancias cuyo control no está en nuestras manos? ¿Acaso no sería algo ficticio, el intento de procurar ser alegres "artificialmente"?
Los cristianos tenemos muchas razones para la alegría. La liturgia del Adviento nos las recuerda una y otra vez, ante el peligro de que los agobios de nuestra vida nos impidan disfrutar de ellas: "(...) cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo" (Oración colecta, Domingo II de Adviento), "(...) concédenos llegar a la Navidad -fiesta de gozo y salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante" (Oración colecta, Domingo III de Adviento).
Ciertamente, la alegría es fruto de una Buena Noticia, pero no puede ser alcanzada sin librar antes una importante batalla interior. La alegría no es un estado anímico que nos sobreviene y nos abandona caprichosamente, sino que es un hábito que se adquiere con voluntad y perseverancia. Es el fruto del ejercicio de la penitencia interior, que nos lleva a mortificar tantas tristezas inconsistentes que pretenden imponerse a las razones para el gozo interior. Aunque nos puedan parecer incompatibles estos dos conceptos, no dudemos de que la "alegría" es la mejor "penitencia". Más aún, hemos de desconfiar de las penitencias que no nos lleven a superar nuestras tristezas y amarguras. La penitencia más perfecta es aquella por la que le ofrecemos a Dios y a nuestro prójimo una sonrisa transparente y perseverante, que solamente puede brotar de un corazón enamorado y agradecido.
Para resolver esta aparente paradoja, tal vez debamos redescubrir el auténtico sentido de la "penitencia", es decir, su sentido teológico. Decía Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, que "la penitencia realiza la destrucción del pecado pasado". No olvidemos que la tristeza se introdujo en nosotros como fruto del pecado; y que éste no será plenamente vencido hasta que no rescatemos la alegría. Rescatamos la alegría, sólo cuando hemos vencido el pecado.
La alegría cristiana que nace de la virtud teologal de la esperanza, nos permite relativizar las preocupaciones y hasta nuestras propias debilidades. La sonrisa humilde y el buen humor, resultan ser un arma espiritual de gran eficacia para vencer las tentaciones del Maligno. Al mismo tiempo, el "apostolado de la sonrisa" es uno de los testimonios más necesarios y convincentes en el momento presente.
Iniciamos en este domingo un nuevo año litúrgico. He aquí la primera súplica que la liturgia de la Iglesia dirige a Dios: "Aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo que viene, acompañados por las buenas obras" (Oración colecta, Domingo I de Adviento). Lo sorprendente quizás sea descubrir que la primera "buena obra" que Dios nos pide, pueda ser... una sonrisa.
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Longanimidad: alarga el corazón para esta Navidad
Longanimidad: alarga el corazón para esta Navidad
Fuente: Virtudes y Valores
Autor: Laureano López, L.C.
Si tienes un corazón de uva pasa o de camisa fina sin planchar, estira tu alma esta Navidad. Para lograr un corazón sin arrugas, practica la virtud de la longanimidad.
Esta virtud nos sabe más a platillo de cocina o a tacos de la esquina, que a alimento espiritual. Sin embargo, la longanimidad es un fruto del Espíritu Santo que nos ayuda a vivir con grandeza y constancia de ánimo en medio de las dificultades cotidianas. Nos invita a tener un espíritu magnánimo y bondadoso aún a pesar de las tribulaciones.
Nosotros debemos suplicar constantemente a Dios: ¡danos un corazón grande para amar! Lejos del espíritu cristiano las almas mezquinas y apretadas.
Las dificultades económicas y sociales de este año seguramente han repercutido en nuestro entorno familiar, por ello la longanimidad nos ayuda a prepararnos para esta Navidad. A este respecto escribía san Pablo a los primeros cristianos: "más aún: nos gloriamos hasta en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada, esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (cf. Rm 5,5). Por ello, esta Navidad económicamente difícil, ensancha tu alma y no dejes de ayudar a alguna obra de caridad: un orfanato, un hospital, una asociación que lucha contra la discapacidad, etc. Acrecienta también su Navidad. Eso puede hacer la diferencia.
No es suficiente agigantar tu corazón sólo en una ocasión. La constancia forma la virtud. Los gimnastas para conseguir la elasticidad de sus brazos y piernas se entrenan día tras día. Hoy un poco, mañana un poco más, hasta lograr una extraordinaria flexibilidad. Por ello empiezan desde niños. Así también los adultos debemos aprender de nuestros niños que por naturaleza son de espíritu más grande que nosotros.
Los años pasan, el ceño se frunce, nos hacemos roñosos, se arruga la piel y se arruga el corazón. Así que para evitar los desgarres y calambres espirituales necesitamos ejercicios de maleabilidad para el alma.
Por ello, este Adviento incrementa la ayuda y el perdón en la familia. Márcale al hermano con quien estás peleado. Escríbele a tu padre si se encuentra lejos. No dejes de visitar al abuelo. Platica con tu hijo aunque sea un descarriado. Reconcíliate con Dios si lo has abandonado. No te sientes a comer el pavo si todavía hay alguno con quien no te hayas reconciliado.
En 1948 había un hombre llamado Giovanni, tenía varios hijos, era labrador y vivía en condición extrema de pobreza. Su única posesión era media vaca. ¿Media vaca? Sí, pues la tenía a medias con un dueño, del que era aparcero. Su aspiración, por necesidad vital, era ser dueño exclusivo de una vaca. En una carta del 19 de marzo del mismo año el hermano, que estaba al corriente de su situación, le mandó 50.000 liras para cubrir otra urgencia improrrogable y le comentó: "por lo que se refiere a la vaca, ya te dije una vez que no te preocupes. Yo me encargaré del asunto. No hace falta que te diga más, pues tú me sabes comprender".
Angelino, que así le llamaban, cumplió con su hermano y el 7 de agosto de 1948 le mandó otra carta diciendo: "adjunto, para tu consuelo, un cheque por 150.000 liras, como precio de tu vaca, que antes poseías a medias. Este cheque ya está pagado. Es decir, ya no estás en deuda. Asumir yo toda esta carga me cuesta un poco, como te dije de palabra, pero la Providencia se ocupará de ti y de mí".
Angelino, Angelo Roncalli, 10 años más tarde llegó a ser el Papa Juan XXIII. Un hombre, ya beatificado, al que todo el mundo recuerda como el "Papa bueno". Toda su vida practicó la virtud de la longanimidad y Dios lo premió. Porque Dios bendice a las almas grandes y ama a las que dan con alegría.
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Te adoro con devoción, Divinidad oculta
Fuente: Catholic.net
Autor: P Juan Pablo II
"Adoro Te devote, latens Deitas"
En esta Noche resuenan en mi corazón las primeras palabras del célebre himno eucarístico, que me acompaña día a día en la Eucaristía.
En el Hijo de la Virgen, "envuelto en pañales" y "acostado en un pesebre" (cf. Lc 2,12), reconocemos y adoramos "el pan bajado del cielo" (Jn 6,41.51), el Redentor venido a la tierra para dar la vida al mundo.
¡Belén! La ciudad donde según las Escrituras nació Jesús, en lengua hebrea, significa "casa del pan". Allí, pues, debía nacer el Mesías, que más tarde diría de sí mismo: "Yo soy el pan de vida" (Jn 6,35.48).
En Belén nació Aquél que, bajo el signo del pan partido, dejaría el memorial de la Pascua. Por esto, la adoración del Niño Jesús, en la Noche Santa, se convierte en adoración eucarística.
Te adoramos, Señor, presente realmente en el Sacramento del altar, Pan vivo que das vida al hombre. Te reconocemos como nuestro único Dios, frágil Niño que estás indefenso en el pesebre. "En la plenitud de los tiempos, te hiciste hombre entre los hombres para unir el fin con el principio, es decir, al hombre con Dios" (cf. S. Ireneo, Adv. haer., IV,20,4).
Naciste en est Noche, divino Redentor nuestro, y, por nosotros, peregrino por los senderos del tiempo, te hiciste alimento de vida eterna.
¡Acuérdate de nosotros, Hijo eterno de Dios, que te encarnaste en el seno de la Virgen María! Te necesita la humanidad entera, marcada por tantas pruebas y dificultades.
¡Quédate con nosotros, Pan vivo bajado del Cielo para nuestra salvación! ¡Quédate con nosotros para siempre! Amén.
Te adoro con devoción
Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondido bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti,
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.
En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad;
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás,
pero confieso que eres mi Dios;
Haz que yo crea más y más en Ti,
que en Ti espere; que te ame.
¡Oh, memorial de la Muerte del Señor!
Pan vivo que da la vida al hombre:
Concédele a mi alma que de ti viva,
y que siempre saboree tu dulzura.
Señor Jesús, bondadoso pelícano,
límpiame, a mí inmundo, con tu sangre,
De la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo oculto,
te ruego que se cumpla lo que tanto ansío:
Que al mirar tu rostro ya no oculto
sea yo feliz viendo tu gloria. Amén.
MISA DE NOCHEBUENA. HOMILÍA DEL PAPA JUAN PABLO II Viernes 24 de diciembre de 2004
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Generosidad para dar gloria a Dios
Generosidad para dar gloria a Dios
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC
"Aquí esta nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara. Alegrémonos y gocemos con la salvación que nos trae porque la mano del Señor reposará en este mundo".
Estas palabras del profeta Isaías, que vemos cumplirse de una forma muy especial en el Evangelio, son también palabras que tendríamos que repetir en nuestra vida.
La vida del hombre es, en el fondo, una especie de tensión constante entre una esperanza y una realización; entre un no tener todavía la plenitud de la gracia y, por otro lado, encontrar la plenitud en Cristo. Cuantas veces tenemos dificultades y problemas de cara a la esperanza, y no encontramos la salida a la noche en la que estamos metidos, porque nos olvidamos de que la vida del ser humano es una vida en la esperanza, y que el único que puede realizarla es Cristo.
Los milagros que Jesús realiza —narrados por San Mateo—, no son gestos de servicio social ni acciones para solucionar una problemática de salud, sino son señales de que Dios ya ha llegado a la Tierra, de que aquello que el Antiguo Testamento prometía: "Arrancar de este monte el velo que cubre todos los pueblos, el paño que obscurece a todas las naciones", se cumplió en Cristo. Son señales de que se ha realizado, que ya no es simplemente una esperanza, sino que es una realidad.
Todos tenemos que aprender a dejarnos quitar, por parte de Cristo, el velo que nos obscurece los ojos. Tenemos que exigirnos su presencia y ser muy firmes con nosotros mismos para permitir el cambio que Cristo quiere llevar a cabo en cada uno. Cuántas veces quisiéramos cambiar, pero nos da miedo transformar ciertas actitudes y comportamientos. Sin embargo, esto es como si los lisiados, ciegos, sordos, mudos y enfermos de los que nos habla el Evangelio, ante la presencia de Cristo que viene a curarlos, hubiesen dicho: mejor no me cures; déjame como estoy. Déjame enfermo, lisiado, tullido o ciego.
Creo que nadie, pudiendo curarse, preferiría seguir enfermo. Sin embargo, cuántas veces, pudiendo curar nuestro espíritu, no lo hacemos. Cuántas veces sabemos que nuestra debilidad, nuestro problema, el velo que nos cubre los ojos, las lágrimas que nacen en nuestro corazón son algo en concreto, y lo identificamos perfectamente. ¿Por qué, entonces, queremos seguir con ellos? ¿Por qué querer continuar con los ojos vendados? ¿Por qué querer seguir usando muletas cuando podemos usar nuestros pies sanados por Cristo?
Hay que permitir que Nuestro Señor actúe, porque cuando Él llega a nuestra vida, si nosotros se lo permitimos, lo hace con tal abundancia, que se ve reflejada en la multiplicación de los panes y de los peces, que no es otra cosa sino la abundancia de la presencia de Dios.
Como ya lo dije antes, Jesús no está simplemente resolviendo el problema nutritivo de los judíos. Cristo está, por encima de todo, demostrando la abundancia del Reino de Dios. Jesucristo, con este Evangelio, viene a manifestar y a hacer efectiva su presencia en nuestra vida. Tenemos que darnos cuenta de que su presencia es de tal riqueza, que no hay nada que la pueda sobrepasar.
¿Permitimos que la presencia de Cristo en nuestras vidas nos sane y nos enriquezca? ¿O preferimos quedarnos enfermos y pobres? Son los dos caminos que tenemos, no hay un tercero. Porque o es la presencia de Dios en nuestra vida, al que nosotros dejamos actuar, o es la ausencia de Dios.
Para que esta presencia eficaz y abundante se realice en nuestra alma, tenemos que cultivar la generosidad. Muchas veces el problema no es que Cristo nos convenza, ni el que no sepamos que Cristo puede transformar nuestra vida, sino que nuestro verdadero problema es un problema de generosidad ante la transformación concreta que Cristo nos pide. A algunos nos la puede pedir en el ámbito de las virtudes, a otros en el área de actitudes más profundas, a lo mejor, incluso, en modos de ver la propia vida, de ver el propio camino, en formas diferentes de ver la propia santificación. O podría suceder, también, que nuestra existencia estuviese llamada por Dios a una transformación, y nosotros resistirnos al cambio concreto que Dios quiere hacer en ella.
Debemos pedir a Dios, en todo momento, que se haga presente en nuestra vida, porque es la gracia que Él da a quien se la pide.
¡Hazte presente en mi vida de una forma eficaz, de una forma abundante! ¡Hazte presente en mi vida dándome mucha generosidad para aceptar tu presencia y tu abundancia! Que esta sea la petición interior de cada uno de nosotros en este camino de preparación a la llegada de Jesucristo, para que nuestro encuentro con Él en Navidad, no sea simplemente algo que vimos, algo que realizamos, y algo que pasó. Sino que sea algo que llegó a transformar de manera abundante y eficaz nuestra existencia.
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martes, diciembre 02, 2008
¡Dios tiene tiempo para nosotros!
¡Dios tiene tiempo para nosotros!
Fuente: Catholic.net
Autor: SS Benedicto XVI
Queridos hermanos y hermanas:
Comenzamos, con el primer domingo de Adviento, un nuevo año litúrgico. Este hecho nos invita a reflexionar sobre la dimensión del tiempo, que siempre ejerce sobre nosotros una gran fascinación. Siguiendo el ejemplo de lo que le gustaba hacer a Jesús, desearía comenzar con una constatación muy concreta: todos decimos "nos falta tiempo", pues el ritmo de la vida cotidiana se ha hecho para todos frenético.
También en este sentido la Iglesia tiene una "buena noticia" que ofrecer: Dios nos da su tiempo. Nosotros tenemos siempre poco tiempo, especialmente para el Señor, no sabemos o, a veces, no queremos encontrar ese tiempo. Pues bien, ¡Dios tiene tiempo para nosotros! Ésta es la primera cosa que el inicio de un año litúrgico nos hace redescubrir con una emoción siempre nueva.
Sí, Dios nos da su tiempo, pues ha entrado en la historia con su palabra y sus obras de salvación para abrirla a la eternidad, para convertirla en historia de alianza. Desde esta perspectiva, el tiempo es ya en sí mismo un signo fundamental del amor de Dios: un don que el hombre, que como sucede con lo demás, es capaz de valorar o por el contrario de estropear; de acoger su significado, o de descuidar con superficialidad obtusa.
El tiempo tiene tres pilares que marcan el ritmo de la historia de la salvación: al inicio está la creación, en el centro la encarnación-redención, y al final la "parusía", la venida final, que comprende también el juicio universal.
Ahora bien, estos tres momentos no deben ser comprendidos simplemente como una sucesión cronológica. De hecho, la creación se encuentra ciertamente en el origen de todo, pero es también continua y tiene lugar durante todo el desarrollo del devenir cósmico hasta el final de los tiempos.
Del mismo modo, si bien la encarnación-redención acaeció en un determinado momento histórico, el período del paso de Jesús sobre la tierra, sigue extendiendo su radio de acción a todo el tiempo precedente y al posterior.
A su vez, la última venida y el juicio final, que precisamente tuvieron en la cruz de Cristo una decisiva anticipación, ejercen su influjo sobre la conducta de los hombres de todas las épocas.
El tiempo litúrgico de Adviento celebra la venida de Dios en sus dos momentos: en primer lugar, nos invita a despertar la espera en el regreso glorioso de Cristo; luego, al acercarse la Navidad, nos llama a acoger al Verbo hecho hombre por nuestra salvación. Pero el Señor viene continuamente a nuestra vida.
Qué oportuno es, por tanto, el llamamiento de Jesús, que en este primer domingo se nos propone con fuerza: "¡Velad!" (Marcos 13,33.35.37). Se dirige a los discípulos, pero también "a todos", pues cada quien, en la hora que sólo Dios sabe, será llamado a rendir cuentas de su propia existencia. Esto implica un justo desapego de los bienes terrenos, un sincero arrepentimiento de los propios errores, una caridad efectiva con el prójimo y, sobre todo, una humilde confianza en las manos de Dios, nuestro Padre, tierno y misericordioso.
La Virgen María, Madre de Jesús, es imagen del Adviento. Invoquémosla para que nos ayude a convertirnos en prolongación de humanidad para el Señor que llega.
Ángelus en el primer domingo de Adviento. Benedicto XVI
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