martes, abril 29, 2008

 

Meditacion

Las llaves de la felicidad: Fidelidad y Cruz

Fuente: Equipo Gama-Virtudes y Valores
Autor: Héctor Lugo, L.C.

El refranero, en su sabiduría, enseña que «no hay mejor salsa en el mundo que el hambre». Pero entre todas las apetencias, existe una que es reduplicadamente hambre: el deseo de felicidad. Y es que todo hombre se presenta ante la vida como un "obrero de patio", cuya única especialización es su necesidad de ser feliz.

Si abrimos nuestros ojos y acotamos un pedazo de planeta, advertiremos que vivimos perpetuamente preocupados por tejer sueños e ilusiones que nos lleven a la felicidad. El trabajador la busca en una nómina más justa. El futbolista en los vítores arrancados de las gargantas de la afición. Los niños en juguetes tan maravillosos como terroríficos sus precios. La señora en unos coquetos y no siempre discretos, escaparates de moda. El vanidoso en las proezas y cremas que lo cotejarán al 007. Y hasta el pobre suicida la buscaba ciegamente en el ojo del arma letal. Pero lo que es un hecho, es que todos, en todos los tiempos y en todas partes, de uno u otro modo buscamos la felicidad.

La palabra "felicidad" tiene un aire positivo en nuestras conversaciones, fiestas, propagandas comerciales, y todo tipo de circunstancia, asociándola generalmente al confort y bienestar. Pero un cristiano sabe que la felicidad es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente».

Pero ¿por qué los cristianos no siempre somos felices, si es que poseemos el gran secreto? Quizá por el mismo motivo por el que los incrédulos no lo son: porque no sabemos por qué y cómo debemos ser felices; es decir, porque nos hemos quedado con el vestido de Primera Comunión, y la definición de felicidad no es más que un dato de nuestro surtido bagaje cultural, sin llegar a entender y menos a encarnar lo que ello significa.

La felicidad no se da sin la fidelidad y la fidelidad nunca aparece sin la felicidad. La fidelidad es la respuesta adecuada a una promesa que se hace en virtud de la confianza que se tiene en una persona que se ama.

Para hacer una promesa de amistad, no se necesita cruzar el Atlántico en el vientre de una ballena, encontrar el arca de Noé o tomarse una foto con King-Kong. No, prometer nuestra amistad es una acción más sublime que todo ello; es una actividad creativa que implica valentía, soberanía de espíritu, y una gran capacidad de sacrificio frente a los cambios que uno pueda experimentar en el futuro. Pero tal promesa sólo se transforma en fidelidad cuando la edificamos día a día con el fuego del amor con que la emitimos, y no nos quedamos únicamente en buenas "intenciones platónicas".

La promesa de fidelidad, por su parte, crea un vínculo interpersonal que sólo puede sostenerse en el amor. La fidelidad, por lo tanto, no es aguantar, tarea propia del borrico, el muro, y el "tackler" de fútbol americano. La fidelidad es construir una promesa. Tampoco la fidelidad es encadenamiento a una promesa, del mismo modo que lo estamos a un contrato bancario. La fidelidad es libertad de alma porque es creativa. Mucho menos es resistir en el tiempo, como si fuésemos museos con pies o ejemplares de "Jurassic Park". La fidelidad es esencialmente un progreso continuo en la calidad de amor.

Pero ¿a quién podemos hacer depositarios de nuestra promesa de fidelidad? En primer lugar, a Aquel que nos regaló su amistad y nos hizo una promesa de fidelidad desde la eternidad, sin mayor razón que su amor. Ese mismo que murió en una cruz para comprarnos el cielo, y que, a pesar de nuestras constantes derrotas, sigue poniendo nuestro nombre en el billete de apuestas.

Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero, el amor a Él ya no es sólo un mandamiento, sino la respuesta al don de su amor, con el cual nos sale al encuentro. Esta respuesta viene expresada en la importancia que le demos en nuestra vida, que va desde las cosas más banales, como cumplir con el precepto dominical, hasta la fidelidad heroica en los momentos en que nos haga más partícipes de su cruz.

Amar a Dios es en realidad una mentira si nos cerramos al prójimo. La fidelidad será una respuesta de amor, por la cual los demás encuentren en nosotros un supermercado de comprensión, compañía, perdón, y sobre todo un lugar donde tengan las puertas de nuestra disponibilidad abiertas las 24 horas, a pesar de las adversidades e incluso infidelidades que podamos experimentar. Ser fiel es, pues, querer y ayudar siempre, incluso cuando el marido no es precisamente "el príncipe azul", la esposa ya ha dejado muy atrás las señales de la juventud, el hijo tiene un cultivo de materias suspensas en su boleta de calificaciones, o el cliente no ofrece grandes beneficios económicos

Finalmente, la fidelidad que tributamos a Dios y a los demás sólo se puede dar como un paisaje de nuestra intimidad: la fidelidad sólo es auténtica si también somos fieles a nosotros mismos. Esta fidelidad se manifiesta en la coherencia cristiana entre eso que somos y eso que profesamos con nuestra conducta, cualquiera que sea el camino que Dios nos haya trazado: obrero, madre de familia, sacerdote, religiosa, enfermo, taxista, empresario…

Eso de ser hombre sigue siendo una profesión honrosa y la vida una aventura, precisamente porque estamos llamados a ser felices. Pero las únicas llaves de la felicidad, que nos unen a Dios, son aquellas que Él nos ha dejado con su Encarnación: la fidelidad y la cruz. Y aunque estas llaves no son placenteras, sí son un regalo, un don, tal vez el único que, al final de la vida podamos poner en las manos del Padre; y son las mismas que hacen que ya desde ahora gocemos de esa alegría que tienen los que aman de veras. Como diría santa Teresa de Lisieux: «quiero pasar mi cielo, haciendo el bien en la tierra».



¡Vence el mal con el bien!

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Meditacion:

Cristo se deja llevar por el Espíritu Santo.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fintan Kelly


"Nos encontramos en la obra de Jesucristo al Espíritu Santo como guía y artífice de la misma. Lo encontramos en el umbral mismo de la vida de Jesucristo: en la encarnación como hacedor de la misma; y nos lo volvemos a encontrar al final, sellando la obra redentora de Cristo, el día de Pentecostés. Está presente a lo largo de toda su vida: lo conduce al desierto, lo unge en el Jordán, y se establece entre los dos una perfecta unión de tal manera que el espíritu de Cristo es el Espíritu Santo."

Salta a la vista en seguida que Cristo es un hombre espiritual. Ciertamente Él no es contrario al cuerpo, pero sí exige la mortificación del mismo. En Él impera el espíritu. Nos da la impresión de que su alma dirige su cuerpo, que es su maestra y señora.

Cristo también es espiritual en un sentido más profundo de la palabra: Él se deja llevar por el Espíritu Santo. Es lógico que las cosas sean así, pues Él es la segunda persona de la Santísima Trinidad que se deja guiar como hombre por la tercera persona, que es el Espíritu Santo.

Tal vez nunca vemos tan explícitamente que Cristo se deja llevar por el Espíritu Santo como en el caso de su estancia en el desierto. Después de su bautismo fue "empujado por el Espíritu Santo al desierto" para orar y sacrificarse. Al encontrarse de frente con el espíritu maligno, no se dejó engañar porque tenía la costumbre de siempre dejarse llevar por el Espíritu Santo.

Vemos aquí dos signos claros de la presencia del Espíritu Santo en su vida: Él oraba y se sacrificaba. Recordemos lo que dijo una vez sobre el método de echar fuera a los demonios: dijo que se echan "por medio de la oración y el sacrificio."

Aquí estamos tocando algo esencial o nuclear en la vida cristiana: el cristiano debe dejarse llevar por el Espíritu Santo. Es como la tarjeta de identidad de un auténtico cristiano. El punto de referencia de la bondad o maldad de una acción para un cristiano siempre debe ser lo que dice el Espíritu Santo. Pero el Espíritu actúa a través de sus representantes, comenzando con el Santo Padre. Cuando el Papa aclara la doctrina cristiana muchas veces exige de los cristianos una humilde y sacrificada sumisión de su inteligencia y voluntad al Magisterio de la Iglesia.

Hay muchos casos en los cuales los cristianos tienen que dejarse guiar por el Espíritu Santo. Son bien conocidos los reclamos de los ambientes secularistas de permitir el aborto y eutanasia directos como "conquistas" del hombre moderno.

El Magisterio papal ha aclarado en diversas ocasiones la posición de la Iglesia sobre estos temas vitales. Esta posición no ha tenido una acogida demasiado favorable en ciertas partes del mundo. En el fondo constatamos que hay una lucha entre el Espíritu Santo y el espíritu de este mundo.

El Espíritu Santo llevó a Cristo a Jerusalén, a sacrificarse sobre el altar de la cruz para redimir a los hombres. El camino del Espíritu Santo nunca es fácil, como tampoco lo es el de Cristo. La vida cristiana es una lucha, es como nadar contra la corriente, es oponerse al espíritu de este mundo.

"Nos ha tocado vivir tiempos difíciles, en los que es fácil sucumbir, aun sin darse cuenta; tiempos en que el Espíritu Santo actúa más intensamente que nunca, si cabe hablar de modo humano, para iluminar, apoyar, fortalecer, dar eficacia, arrojo y valentía a cuantos quieren ser apasionadamente fieles a Cristo nuestro Señor."



 
  


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lunes, abril 28, 2008

 

Meditacion

Reír, sonreír y amar

Fuente: www.reinadelcielo.org
Autor: Oscar Schmidt

Dios nos quiere felices, alegres, optimistas y esperanzados. ¿Qué duda cabe?. Es conocido el buen ánimo y humor de muchos santos, como el de San Pío de Pietrelcina. Tener una actitud que estimule un clima alegre es parte fundamental del amor que debemos emanar hacia los demás. El humor sano, sencillo e infantil une a todos en la inocencia de descubrirnos pequeños hijos de Dios.

Un chiste dicho respecto de nuestras propias debilidades agrada y abre al amor de los hermanos. Cuando somos capaces de reírnos de nuestras miserias hacemos aflorar la humildad, y eso invita a los demás a no temernos, a confiar. Que agradable es poder presentarnos al mundo como falibles, sencillos y entregados, con las manos abiertas. Esa actitud nos muestra dispuestos a cambiar de opinión, a compartir, a ser nosotros mismos, no importando lo que tengamos que aceptar del mundo.

Sin embargo, muchas veces usamos el humor para expresar aquello que no nos atrevemos a decir con seriedad, aquello que bulle dentro nuestro y no tenemos el coraje de expresar a solas, con ánimo de resolver nuestras diferencias o temores.

En la vida real demasiadas veces nuestras bromas hieren a alguien, haciendo que algunos rían, mientras otro se queda con un dolor y una herida en el alma. Y esas heridas se van acumulando interiormente hasta generar llagas difíciles de sanar, que suelen llevar a conflictos o complejos que lastiman el alma.

El humor que emane de nosotros es una muestra de nuestra caridad, de nuestra capacidad de dar amor a nuestro prójimo. Una sonrisa puesta en nuestro rostro invita al amor, abre los corazones. Muchos santos, nuestros modelos, tenían una sonrisa presentada al mundo como ofrenda de esperanza y optimismo.

Y cuando tenemos algo serio que decir, que por justicia consideramos indispensable expresar, lo hacemos a solas y con delicadeza. O callamos, que suele ser también una forma muy efectiva de ser caritativo. El tiempo y el silencio tienden a acomodar todo, a hacer que la verdad aflore, cuando hay un verdadero problema para afrontar.

Demos alegría al mundo, demos esperanza y optimismo también. Y hagamos que nuestras sonrisas, nuestras palabras o nuestros silencios hagan crecer a quienes nos rodean. La felicidad es crecer espiritualmente, con sobriedad y mesura. La alegría vendrá entonces como resultado de sentir los Corazones felices de Jesús y María sonriendo ante la paz que invade nuestra alma, paz que es felicidad y gozo.



 
 


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viernes, abril 25, 2008

 

Meditacion

Tu actitud es más importante que los hechos

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC

Las actitudes son más importantes que los hechos. La forma de reaccionar frente a la vida puede transformar dicha vida. El afrontar los problemas sanamente puede convertirlos en soluciones.

Dar razón para vivir, para sufrir y aún para morir, porque hasta el dolor y la muerte pueden aceptarse por una motivación tan formidable como es el amor. "Se es fiel sólo por amor, se es auténticamente feliz sólo en el amor, se es idéntico sólo amando". El amor es la respuesta, es el por qué, es la primera y la última palabra.

Todavía tenemos derecho de sonreír, de esperar, de amar, de ser felices. Los que se hunden en el pesimismo alegan sus razones, razones que no quieren cambiar. Pero el amor es más grande. Y cualquier ser humano, si quiere, puede amar, y así redimirse. Dios es amor. El hombre debe hacer un esfuerzo gigantesco por arrancarse lo inhumano: el odio, la desesperación, el egoísmo brutal, la envidia diabólica, el materialismo seductor. Y debe, por otra parte, luchar por revestirse de lo divino. Lo divino es el amor.

Reto a cualquier indiferente, a cualquier amargado y cansado de vivir a que ame un solo día con todas sus fuerzas a Dios, a su familia, a su prójimo y aún a los animales, plantas y cosas. Si le va bien, que lo practique durante una semana. Si la semana se le vuelve celestial, que se decida a amar toda la vida. Al fin y al cabo la felicidad total y eterna del cielo consistirá en amar y ser amado infinitamente y para siempre.

 
 


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jueves, abril 24, 2008

 

Meditacion


¿El mensajero?: somos nosotros

Fuente: Catholic.net
Autor: Salvador I. Reding Vidaña

Volvamos poco más de dos mil años en la historia, pero a una imagen alternativa, virtual (hoy tan de moda). Es el primer día después del sábado; un día tranquilo y de descanso de aquellos miembros del Sanedrín que, tras la pesadilla del nazareno que tanto les había molestado, comentaban cómo la crucifixión en manos romanas les había librado, para siempre, de Jesús.

Tres años de predicación, de movilizar multitudes, de predicar cosas nuevas, de hablar de Jehová, de (¡horror!) curar enfermos, se acabaron por siempre. Sus acusaciones, sus señalamientos: ¡sepulcros blanqueados!, las humillaciones pasadas al tratar ellos de humillarlo, no volverían. Ese carpintero predicador de Nazaret, Jesús, estaba muerto.

De pronto, en el centro de la reunión, una luz muy blanca los aturde. En medio de ella, vestido de túnica blanca, aparece 'el muerto', y les dice, porque finalmente es Dios amoroso: 'la paz sea con vosotros'. El terror más fuerte se apodera de todos los presentes y caen por tierra: ¡no puede ser, murió en el Calvario, lo vimos morir, el cielo se cubrió y tembló la tierra! ¿Qué es esto?

Pero 'el muerto', resucitado, vuelto a la vida, con su mismo cuerpo y las heridas visibles de la crucifixión, les dice: se los advertí: destruid este templo y yo lo reconstruiría en tres días, y aquí estoy, vivo de nuevo por siempre, hasta el fin de los tiempos y después de ellos. Seguiré llevando el mensaje de mi Padre a todos los confines del mundo.

El terror de los presentes, sacerdotes, fariseos y algunos amigos romanos importantes era mayor. Pero el resucitado, Jesús el carpintero, les dice: yo soy el Hijo del Padre, el Mesías que no quisieron reconocer, aunque mi vida ha sido el cumplimiento exacto y fiel de las profecías que el Señor dio a nuestros padres.

Vengo a manifestarles mi perdón, pues sin vuestra maldad, las profecías no se habrían cumplido en mi muerte y resurrección. Vengo a darles de nuevo el mensaje de mi Padre, ¡arrepiéntanse y conviértanse! Yo, Jesús resucitado, saldré a las calles a llevar de nuevo mi mensaje; haré milagros frente a multitudes de todos los pueblos de la tierra; mi voz, como un trueno del cielo, pero llena de amor, se escuchará por todos los hombres de ahora y del futuro.

El terror en el Sanedrín aumentaba… pero Jesús continuó hablando. Sí, están perdonados, porque Yo dí mi vida por todos, vosotros incluidos. Salgan también a las calles tras de mí y digan a todos aquellos a quienes embaucaron contra mí para que Poncio Pilatos me crucificara, que escuchen mi Palabra, que mi sangre era la de un inocente y por eso he vuelto de la muerte, la he vencido.

Díganles a quienes me condenaron a la cruz por aclamación, que también los perdono y los amo, que también se conviertan y escuchen todos a mis discípulos, porque yo caminaré al frente de ellos por el mundo, para que todos crean y se conviertan.

Finalmente, la fuerza del amor del carpintero resucitado venció a los asistentes del Sanedrín, y así, postrados de rodillas, creyeron en Él y lo siguieron.

Pero no, esa escena no sucedió. Tampoco llegó Jesús ante sus apóstoles para decirles, después de desearles la Paz: amados míos, como estaba escrito, he resucitado, reconstruí este templo, mi cuerpo, vencí a la muerte. Dejad pues de temer a los judíos en la calle, y salgan tras de mí, acompáñenme a llevar el mensaje del Padre, la Buena Nueva, a todo el mundo, pues nadie les hará daño.

No, nada de eso paso ¡tan fácil que hubiera sido transmitir el mensaje divino, construir entre todos los pueblos del mundo esa Iglesia que Él había fundado y encomendado a un pequeño grupo de apóstoles! Como les dijo, Él estaría con ellos hasta el fin de los tiempos ¡como dudarlo si estaba allí, y recorrería caminos y ciudades, pero ahora con gran poder y majestad! Las trompetas angélicas anunciarían su llegada.

No, la realidad es diferente. Jesús resucitado visitó a los suyos en privado, les dio consejos, encargos, poderes, les infundió al Espíritu Santo y un día, frente a ellos, los dejó solos, humanamente hablando. Nunca se iría, sin embargo, pues como ofreció, estaría con ellos y Su Iglesia a través de los siglos, para que el mensaje se transmitiera por boca de las ovejas y los pastores a quienes encomendó el rebaño.

Sí, el mensajero… somos nosotros, con todas nuestras limitaciones, debilidades, miedos y pecados. Tan fácil que hubiera sido… pero el Señor quiere, como en el antiguo testamento, que su mensaje, la profecía, llegue a los hombres por boca de sus enviados: ve y lleva al rey este mensaje… A su Iglesia, a nosotros, encomendó: id y predicad por todas las naciones; ese es nuestro encargo.

Sí, nosotros somos el mensajero de Jesús de Nazaret resucitado. Debemos llevar Su mensaje a nuestro alrededor. Ni siquiera tenemos que recorrer, en general, caminos y pueblos nuevos, como los misioneros. Simplemente, entre los nuestros y por nuestros medios, llevemos el mensaje, con el ejemplo y con la palabra.

Seamos como nos pidió -aprendiendo de Él-, 'mansos y humildes de corazón', y no tengamos miedo de ser sus mensajeros. Él pondrá en nuestra mente y en nuestra boca para hablar, y en nuestra mano para escribir, lo que debemos decir y cómo decirlo. Jesús resucitado no nos pide más de lo que podemos hacer; no tengamos miedo pues, si somos el mensajero podremos llevar la Buena Nueva. ¡Confiemos en Él! ¡Lo haremos bien! Como recompensa, Él moverá los corazones y nos dará vida eterna en su reino
 
 


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miércoles, abril 23, 2008

 

Meditacion


La providencia de Dios

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Ángel Peña O. A.R

La providencia de Dios es el cuidado y solicitud que Dios tiene sobre todas sus criaturas, procurándoles todo lo que necesitan.

El Catecismo de la Iglesia Católica dice que la solicitud de la divina providencia… tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los más grandes acontecimientos del mundo y de la historia (Cat 303). Pero Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio. (Cat 306).

Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces, llegan a ser plenamente colaboradores de Dios y de su Reino (Cat 307). Especialmente, la oración cristiana es cooperación con su providencia y su designio de amor hacia los hombres (Cat 2738).

La providencia de Dios es el amor de Dios en acción. Por eso, lo que ocurre en nuestra vida no es fatalismo determinado por el curso de los astros o de las estrellas como dice la astrología. La vida del hombre no depende de un destino ciego o de la casualidad. No estamos abandonados a nuestra suerte por un creador que se ha olvidado de nosotros; sino todo lo contrario, nos guía con amor en cada uno de nuestros pasos, como un Padre, que vigila los pasos vacilantes de su hijo pequeño.

Felizmente para nosotros, el amor y la misericordia de Dios es más grande que nuestros errores y pecados, y siempre nos da la oportunidad de rectificar el camino. Pero debemos entender que Dios no es un dictador despiadado, que nos obliga a seguir su camino a buenas o a malas. Dios quiere el amor de sus criaturas y el amor sólo es válido, cuando se ama en libertad. Ciertamente, Dios es omnipotente, pero su omnipotencia no es para destruir y matar, sino para construir, amar y hacer felices a los hombres. Su omnipotencia es omnipotencia de amor y sólo puede hacer lo que le inspire su amor hacia los hombres.

Hablar, pues, de la providencia de Dios significa hablar del amor de Dios. Creer en su amor significa creer que tiene el control de todos los detalles que nos suceden y de todo lo que pasa en el universo entero. Sí, Dios rige los astros del firmamento, guía el curso de los planetas y controla la rotación de la tierra.

Vela sobre la hormiga que trabaja en su granero, cuida a los insectos que pululan por el aire y sobre cada gota de agua del océano. Ninguna hoja de árbol se agita sin su permiso, ni una brizna de hierba muere sin Él saberlo, ni los granos de arena movidos por el viento. Vela con solicitud sobre las aves y los lirios del campo. En una palabra, creer en su amor providente significa creer que Él cuida de los pasos de cada estrella, de cada ser humano, de cada átomo…, porque su amor omnipotente mueve y da vida a todo lo que existe.

Por eso mismo, hablar de providencia es hablar de seguridad y de tranquilidad existencial, sabiendo que alguien todopoderoso vela sobre nosotros. Y que, por tanto, ningún enemigo, por poderoso que sea, y ninguna fuerza maligna puede hacernos daño, porque nuestro Padre Dios está siempre vigilante. Y, si permite que nos sucedan cosas negativas y que nos toque alguna fuerza del mal, lo hace por nuestro bien.

Santa Teresita del Niño Jesús habla de la providencia de Dios con relación a las distintas vocaciones y dice: Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias, por qué no todas las almas recibían las gracias con igual medida... Me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en gran número sin haber oído siquiera pronunciar el nombre de Dios... Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de la azucena no le quitan a la diminuta violeta su aroma ni a la margarita su encantadora sencillez... Comprendí que, si todas las flores pequeñas quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral, los campos ya no estarían esmaltados de florecillas... Lo mismo acontece en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha querido crear santos grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas a recrearle los ojos a Dios, cuando mira al suelo. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos .

La providencia de Dios se ocupa de cada flor del campo y de cada alma en particular, como si no hubiera nadie más en el universo. Todo su amor es para cada uno y vela por cada uno en particular. Podríamos decir que la providencia de Dios dirige a todos y cada uno hacia el amor. Somos flores de jardín de Dios, luces de su divino resplandor, hijos de su gran familia, herederos de su reino, y nos ama a cada uno con todo su infinito amor.


Capítulo 4 del Libro 'La providencia de Dios'

 
    


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martes, abril 22, 2008

 

Meditacion

Lo que Cristo quiere ser para tí....

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC


Te invito a abrir el Evangelio y a descubrir eso que Cristo quiere ser para tí....

  • El quiere ser amigo, un amigo sincero de sus vidas (Jn.15,14)

    "¿No ardía nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" Así hablaban Cleofás y su amigo de su encuentro con Jesús. Así hablan los que experimentan su amistad. Su corazón arde.

    Nosotros buscamos estima. Nadie nos estima como Él.
    Buscamos aplausos. Nadie nos aplaude como Él.
    Buscamos afecto. Nadie nos ama ni nos amará como Él.

    Pero es un amor que nos eleva, nos hace sufrir, según el dicho: "Quien bien te quiere te hará llorar". Porque no exigir de la persona amada que sea lo mejor, sería indifrencia, lo contrario del amor. Como el amor de Cristo a nosotros es muy sincero no puede permitir que seamos mediocres. Tu amor no me permite ser un mediocre.


  • Él quiere ser tu compañero, un compañero de camino, como quiso serlo, para llenarles de optimismo, de aquellos discípulos atormentados y desanimados de Emaús (Lc. 24,13-35)

    No es lo mismo trabajar por Él que trabajar con Él. Tenemos que hacer el apostolado juntos: "Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo..."
    Nos da, además, la compañía de su Madre: "¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?"; palabras dichas por la Virgen a Juan Diego.
    A veces nos empeñamos en caminar solos por la vida, como huérfanos tristes...


  • Él quiere ser vida, tu vida, como lo fue para aquel joven muerto de Naín o para aquel corazón también muerto por la ambición de Zaqueo (Lc. 19, 1-10)

    Vida es entusiasmo, felicidad, ideal, triunfo, satisfacción, juventud perenne. Jesucristo dice tener todo esto y quiere comunicarlo. "Si conocieras...pedirías, y Él te daría agua viva", le dijo a la Samaritana.
    Cuantos jóvenes envejecidos prematuramente por el vicio, con el alma lacerada por el hastío, por el desengaño, la frustracción o el aburrimiento; su vida ha perdido la brújula, ¿para qué y por qué vivir? No tienen respueta. De aquí al suicidio no hay sino un paso lógico, que muchos, por desgracia, dan. Y todo porque no conocen ni tienen a Cristo.


  • Él quiere ser camino, tu camino, para ti que tanteas en las tinieblas anhelando una salida a tus ansias de felicidad (Jn.14,5)

    Todos queremos ser alguien, realizarnos, valer para algo, realizar grandes cosas, ser líderes.

    ¿Cómo lograrlo? La Santísima Virgen nos da la solución en las bodas de Caná: "Haced lo que Él os diga". La solución consistió en que en que en una boda en la que faltaba el vino se sirvió el mejor vino del mundo.


  • Él quiere ser verdad, tu verdad por la que luches y vivas.

    La verdad de la vida y de las cosas, el sentido y razón y felicidad de tu vida.
    Mi vida tiene una verdad; voy rumbo al puerto, mi vida tiene esperanza, tiene frutos realizaciones, tiene plenitud con Cristo.


  • Él quiere ser resurrección, tu resurrección, es decir, tu esperanza, tu anhelo de una vida sin fin.

    Resurrección de todas las ilusiones muertas o moribundas, también de las ilusiones humanas, intelectuales. Resurrección de las grandes ideales y metas de la vida.


  • Él quiere ser alegría, la fuente de tu felicidad.

    La tristeza no es cristiana. La amargura y el desaliento tienen otro dueño. Mi tristeza y amargura son la cadena que me tiene amarrado al demonio.

    A Cristo le gusta abrir jaulas, quitar cadenas, abrir puertas de cárceles, tender puentes en el abismo.. "He encontrado a Cristo y por tanto la alegría de vivir..."¡ A qué poco sabe el mosto, la cerveza... al lado de Cristo!


  • Él quiere ser amor, ese amor que inunde de plenitud tu existencia.

    El deseo más fuerte del hombre es amar y ser amado. En el cielo este anhelo se transforma en éxtasis. Por la calle y por la vida pasan amores que nos acalambran por un rato...amores que engañan, que prometen felicidad total, y nos dejan con unos pétalos marchitos en las manos. Cristo es el Amor eterno, que te ama desde siempre y para siempre y te hace plenamente feliz, si tú quieres.


  • Él quiere ser roca, la roca en donde tu debilidad encuentre fortaleza y optimismo. (Mc, 4, 35-41)

    Rompeolas, roca de cimiento, muralla que defiende. Esto significa sentir seguridad, valor, certeza, fuerza, ímpetu juvenil, audacia, pasión por la misión y por la vida.


  • Él quiere ser paz, paz para tu corazán a veces atribulado y a veces probado por el dolor y el sufrimiento.

    Quiere que luches, pero con paz interior. "Aquí me sorprende el recuerdo de la realidad más radiante que vivimos los cristianos. Tengo a Dios en medio de mi corazón...¡ Todo está arreglado; adiós tristeza, adiós soledad, adiós lágrimas! ¡Lo tengo todo! El está conmigo, Él me consuela, Él me sanará..."

    "La vida del alma, minuto a minuto es siempre bella , preciosa y emocionante, cualquiera que sea la condición del cuerpo. Ningún precio es suficiente para pagar la intimidad con Cristo".

    Santa Teresa de Jesús: "Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada la falta. Sólo Dios basta".


  • Él quiere ser "pan", pan que fortalezca tu espíritu en tus luchas y desgastes.
    Pan espiritual que me da la vida eterna. "El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna..."

    Pan de la ilusión y el entusiasmo por los grandes ideales.
    Pan de la victoria y de los resultados.
    Pan de la perseverancia.
    Pan para repartir a los hambrientos.


  • Él quiere ser perdón, para consolarte en tus caídas y debilidades.
    Un perdón eterno, de todo y de siempre. Mucho me tiene que querer el que me ha perdonado tanto. "El que siempre nos soporta y nos perdona, olvidando nuestras pequeñas o tremendas ofensas a su amor".
    "Perdónales, Padre, porque no saben lo que hacen". Si algo le salió del corazón fue esta petición a su Padre. El Padre le respondió: Hijo mío, porque Tú me lo pides, y me lo pides así, los perdono".

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    lunes, abril 21, 2008

     

    Meditacion

    Si Dios quiere...

    Fuente: Catholic net
    Autor: P. Fernando Pascual L.C.


    En otros tiempos se repetía, casi como un estribillo, la frase "si Dios quiere". Quizá alguno la usaba tantas veces que hizo que perdiese su sentido, que dejase de significar algo concreto.

    Hoy en día resulta extraño escuchar a alguien que añada, al inicio o al final de su discurso, la vieja frase. Esto nos permite usarla con más atención, con más conciencia, dándole todo su significado.

    ¿Qué significa decir "si Dios quiere"? Por un lado, significa un reconocimiento: la historia del universo no está sometida a un destino ciego ni a un indeterminismo absoluto.

    Detrás de una estrella enana, de un cometa, de un planeta, de una explosión solar y de una tormenta de granizo se esconde un designio maravilloso, estupendo, lleno de misterios pero no por eso menos emocionante. Se esconde el proyecto de un Dios que es amor, que hace todo por el bien, que ama a cada uno de sus hijos y que se manifiesta, cada día, en las mil hermosuras de la creación.

    Por otro lado, significa una aceptación del propio lugar en este universo de bellezas y de fuerzas no siempre controlables por el ser humano.

    Es cierto que la técnica ha logrado usar (a veces, mal usar o abusar) miles de realidades que hasta hace pocos siglos eran casi desconocidas. El uso industrial del petróleo, el aprovechamiento de la fuerza del viento, la manipulación (llena de peligros) de la energía nuclear, son algunos de esos ejemplos. Si, además, nos asomamos al mundo de la medicina, ¡cuántas enfermedades antes incurables tienen ahora un tratamiento adecuado!

    Sin embargo, y a pesar de tantos progresos, mil variables escapan a nuestro control, mil sorpresas nos dicen que la vida no es algo sometible por entero a los instrumentos de los laboratorios más perfectos.

    El "si Dios quiere" no es sólo reconocer ese indeterminismo que nos inquieta (a veces, que nos alegra: aquella enfermedad, incurable según los médicos, nos sorprende porque ha desaparecido inesperadamente); es, sobre todo, reconocer que incluso en los mismos progresos de la ciencia se esconde siempre el proyecto de un Dios bueno.

    "Si Dios quiere" hoy iré al trabajo, tendré un poco de buena comida en mi mesa, funcionará la computadora, no habrá cortes de corriente eléctrica, y podré visitar por la tarde a un amigo enfermo.

    "Si Dios quiere" hoy podré rezar y cantar un poco el amor de ese Dios que sueña en mí y al cual un día (el día que Dios quiera) podré ver cara a cara.

    "Si Dios quiere" llegará esa lluvia que deseamos desde hace meses, o brillará un sol que esperan miles de campesinos para los últimos trabajos antes de la cosecha.

    "Si Dios quiere", y abro mi corazón, pondré en marcha esa libertad que Él me ha dado con tanto cariño, para que hoy, al menos hoy, un hombre o una mujer puedan sentir que el amor es más fuerte que la muerte, gracias a un gesto mío de generosidad, de perdón, de ayuda sincera y fresca...




     
     


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    Meditacion diaria


    Señor ¿qué quieres que haga?

    Fuente: Catholic.net
    Autor: Salvador I. Reding Vidaña

    Algunos santos tienen el privilegio de tener al Señor como interlocutor directo. Sí, ¡hablan con Dios! Un caso particular es 'el mínimo y dulce' Francisco de Asís, que, nos cuenta su historia, dialogaba con una imagen de Cristo crucificado, en el templo de San Damián.

    La Iglesia medieval de sus tiempos estaba controlada, jerárquicamente y en buena medida, por los poderosos, quienes enviaban a sus hijos no-primogénitos, es decir no herederos del poder terrenal, a incorporarse al clero. Tenían suficiente poder de influencia para conseguir que cargos eclesiásticos importantes quedaran en sus manos. Ello creaba muchos problemas a la Iglesia para cumplir su misión, y sufría grandes peligros.

    Así, nos cuenta la historia, en algún momento Jesús dijo a Francisco de Asís. 'Francisco ¡repara mi Iglesia!'. ¿Qué podía hacer un sencillo monje como Francisco, en un pequeño pueblo de Italia, para sacudir a la Iglesia que Jesús fundó y hacerla reaccionar? Pero pudo hacerlo, Cristo le encargó que actuara humanamente, pero con el poder divino tras él.

    ¡Que encargo! Nosotros, los 'simples mortales' de este siglo, podemos también pensar que, como los profetas y muchos santos, vinimos a este mundo para llevar a cabo alguna misión especial de Dios. A veces, toda una vida se concreta en un solo hecho o un pequeño periodo de tiempo, en que hicieron lo que Dios les había destinado hacer.

    Así, pensando en que debemos obedecer al Señor y cumplir nuestra misión en el mundo, la que sea, pequeña o grande, humanamente trascendente o conocida solamente en el ámbito de Dios, podemos pensar ¿no sería bueno que el Señor me dijera qué es lo que espera de mi?

    Podemos entonces ponernos frente a un crucifico, o hasta frente a un sagrario, en donde, bajo la especie de pan, está verdaderamente Cristo resucitado, y preguntarle: 'Señor ¿qué quieres que haga por ti y mis hermanos los hombres?'

    Qué bueno sería, pero lo más probable es que el Señor no nos lo diga de viva voz, como a Francisco de Asís. Ni siquiera como mensaje digamos 'telepático'. Sin embargo, el Señor tiene maneras de presentarnos su expectativa de vida para nosotros, sin usar palabras. A veces su manera de pedírnoslo, es un entusiasmo 'espontáneo' que 'nos nace', de hacer alguna cosa por Cristo y los hombres.

    Hay por supuesto ocasiones en que podemos escuchar, como dijimos 'telepáticamente', en nuestra mente, la voz de Dios, que nos dice qué desea de nosotros en algún momento, o nos dé una señal indiscutible de la vocación, el llamado que hace de nuestras vidas.

    Pero, para efectos prácticos, para la vida diaria y normal del 'ciudadano de a pie', el Señor no nos dirá directamente lo que espera que hagamos por Él. Más bien pondrá frente a nuestros ojos, los físicos y los del alma, situaciones que aparezcan como 'oportunidades' especiales para hacer el bien.

    Algo sí podemos esperar; de alguna forma, en una situación particular, vía nuestra conciencia, Dios nos hará ver lo que desea que hagamos. Casi siempre se tratará de hacer algo, de no quedarnos impasibles ante alguna necesidad de otros, próximos o desconocidos, ajenos a nosotros, o ante los ataques contra la fe.

    Esas 'oportunidades' pueden ser casos como ver la necesidad de un buen consejo, que esté a nuestro alcance; una limosna que dar, tender una mano, dar una sonrisa, una alegría al entristecido. Puede ser combatir un desastre natural, para salvar vidas y bienes. Abogar por el inocente de la acusación injusta; defender la vida como derecho humano primigenio. Difundir su doctrina o de alguna forma predicar su palabra. Se trata quizá de orar, para que Él intervenga.

    Yendo más lejos, en un momento de crisis, vemos que la 'oportunidad' es salvar a otro de grave peligro, arriesgando nuestra vida en el intento. Puede ser que toda nuestra vida nos lleve a tener que ofrecerla, en martirio, por la fe de Cristo.

    Pero la mayor parte de las veces no será la petición extrema de la vida. La santidad, es decir el seguir los dictados del Señor, es una suma de pequeñas acciones. Al repasar la trayectoria de los santos, vemos que las grandes obras son sólo momentos en una vida sencilla de hacer cuanto pudieron por los demás.

    ¿Cuántos milagros hizo en la India la Madre Teresa de Calcuta? Nunca, que se sepa, un enfermo tocado por su pequeña mano en nombre de Dios recuperó instantáneamente la salud y se levantó del lecho gritando ¡milagro, estoy curado! No, su vida fue una constante de ayudas al alcance de los recursos que Dios puso en sus manos, por los más pobres y desvalidos, por los 'intocables' de la India.

    Pero a Teresa de Calcuta, este mundo moderno -cristiano o no-, la calificó como 'santa en vida', una santa 'moderna'. Esa suma de hechos diarios por los demás, se convirtió en fuente de gracia para que muchas mujeres siguieran su ejemplo como religiosas dedicadas a la caridad asistencial, y mucha gente ayudara también a esos intocables de la India y a pobres de diversas partes del mundo.

    Entonces, si nos decidimos a preguntar directamente al Señor, en un afán de entrega, en una búsqueda de nuestra misión terrena muy personal, y le decimos: ¿Señor, qué quieres de mí, qué deseas que haga por ti? siempre, de alguna manera, poniéndonos enfrente la necesidad de hacer algo por los demás y hasta por un mensaje directo, lo sabremos ¡abramos ojos y oídos!

    Para ello, tenemos que aprender cada vez más, a 'leer' la voluntad de Dios, nuestro encargo, en los avatares de la vida diaria. En algún momento, sabremos a ciencia cierta que Dios quiere algo de nosotros ¡nos habrá respondido! y sólo queda entonces nuestra voluntad de cumplir lo que desea.


     
    alfo      


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    viernes, abril 18, 2008

     

    Predicador del Papa: La respuesta cristiana a la pregunta humana más inquietante


    Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del próximo domingo


    ROMA, viernes, 18 abril 2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del próximo domingo, V de Pascua

    * * *

     

    V Domingo de Pascua

    Hechos 6, 1-7; 1 Pedro 2, 4-9; Juan 14, 1-12

    En el libro del Génesis se lee que después del pecado Dios dijo al Hombre: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gn 3, 19). Cada año, el miércoles de Ceniza, la liturgia nos repite esta severa advertencia: «Recuerda que polvo eres y en polvo te has de convertir». Si dependiera de mí, haría desaparecer de inmediato esta fórmula de la liturgia. Justamente ahora la Iglesia permite sustituirla con la otra: «Convertios y creed en el Evangelio». Tomada a la letra, sin las debidas explicaciones, aquellas palabras son de hecho la expresión perfecta del ateísmo científico moderno: el hombre no es más que una polvareda de átomos que se resolverá, al final, en otra polvareda de átomos.

    El Qohélet [Eclesiastés. ndt], un libro de la Biblia escrito en una época de crisis de las certezas religiosas en Israel, parece confirmar esta interpretación atea cuando escribe: «Todos caminan hacia una misma meta; todos han salido del polvo y todos vuelven al polvo. ¿Quién sabe si el aliento de vida de los humanos asciende hacia arriba y si el aliento de vida de la bestia desciende hacia abajo, a la tierra?» (Qo 3, 20-21). Al final del libro, esta última terrible duda (quién sabe si hay diferencia entre la suerte final del hombre y la del animal) parece resuelta positivamente, porque el autor dice que «vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el espíritu vuelva a Dios que es quien lo dio» (Qo 12, 7). En los últimos escritos del Antiguo Testamento empieza, es verdad, a abrirse camino la idea de una recompensa de los justos después de la muerte, y hasta la de una resurrección de los cuerpos, pero es una creencia aún bastante vaga en el contenido y no compartida por todos, por ejemplo, por los saduceos.

    En este contexto podemos valorar la novedad de las palabras con las que empieza el Evangelio del domingo: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios; creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo, estéis también vosotros». Contienen la respuesta cristiana a la más inquietante de las preguntas humanas. Morir no es --como estaba en los inicios de la Biblia y en el mundo pagano-- bajar al Seól o al Hades para llevar allí una vida de larvas o de sombras; no es --como para ciertos biólogos ateos- restituir a la naturaleza el propio material orgánico para un ulterior uso por parte de otros seres vivos; tampoco es --como en ciertas formas de religiosidad actuales que se inspiran en doctrinas orientales (con frecuencia mal entendidas)-- disolverse como persona en el gran mar de la conciencia universal, en el Todo o, según los casos, en la Nada... Es en cambio ir a estar con Cristo en el seno del Padre, ser donde Él es.

    El velo del misterio no se ha levantado porque no puede suprimirse. Igual que no se puede describir qué es el color a un ciego de nacimiento o el sonido a un sordo, tampoco se puede explicar qué es una vida fuera del tiempo y del espacio a quien aún está en el tiempo y en el espacio. No es Dios quien ha querido mantenernos en la oscuridad... Nos ha dicho, sin embargo, lo esencial: la vida eterna será una comunión plena, alma y cuerpo, con Cristo resucitado, compartir su gloria y su gozo.

    El Papa Benedicto XVI, en su reciente encíclica sobre la esperanza (Spe salvi), reflexiona sobre la naturaleza de la vida eterna desde un punto de vista también existencial. Comienza observando que hay personas que no desean en absoluto una vida eterna, que incluso tienen miedo. ¿Para qué sirve --se preguntan-- prolongar una existencia que se ha revelado llena de problemas y de sufrimientos?

    La razón de este temor, explica el Papa, es que no se logra pensar en la vida más que en los modos que conocemos aquí abajo; mientras que se trata, sí, de vida, pero sin todas las limitaciones que experimentamos en el presente. La vida eterna --dice la Encíclica--, será sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo --el antes y el después-- ya no existe. No será un continuo sucederse de días del calendario, sino como el momento pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad.

    Con estas palabras el Papa alude tal vez, tácitamente, a la obra de un famoso compatriota suyo. El ideal del Fausto de Goethe es de hecho precisamente alcanzar tal plenitud de vida y tal satisfacción que le haga exclamar: «Detente, instante: ¡eres tan bello!». Creo que ésta es la idea menos inadecuada que podemos hacernos de la vida eterna: un instante que desearíamos que no acabara nunca y que --a diferencia de todos los instantes de felicidad de aquí abajo-- ¡no terminará jamás! Me vienen a la memoria las palabras de uno de los cantos más amados por los cristianos de lengua inglesa: «Amazing grace». Dice: «Y cuando allí hayamos estado diez mil años, / brillando como el sol, / el tiempo que nos queda de alabar a Dios / no será inferior que cuando todo comenzó»  (When we've been there  ten thousand years, / Bright shining as the sun, / We've no less days  to sing God's praise / Than when we've first begun.)

    [Traducción del original italiano por Marta Lago]




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    jueves, abril 17, 2008

     

    Dios escoge lo mejor de su cosecha

    Dios escoge lo mejor de su cosecha

    Fuente: Catholic.net
    Autor: P. Clemente González

    Vamos a hablar del estilo de vida que ha hecho grande a muchos de los más grandes hombres. Del estado de vida al que Dios ha llamado a sus piezas claves. De los hombres y mujeres que han mantenido su fidelidad en la línea de fuego, sin dar un paso atrás.

    Me refiero al 'va todo por Cristo': la vocación al sacerdocio (y a la consagración).

    Esta es una carta que un sacerdote escribió a un joven que 'encuentra' en el camino a Cristo y al que Nuestro Señor le hizo la misma proposición que a aquel del Evangelio: 'Véndelo todo y sígueme'.

    'He leído tu carta con vivo interés y he dado gracias a Dios por la maravilla que su gracia, secundada por tu generosa colaboración, está realizando en ti. Conmovido por la sinceridad y energía espiritual con que sigues viviendo tu ideal de transformarte en Cristo por el camino más costoso, que en definitiva es el más auténtico, quisiera corresponder por mi parte, con la misma convicción a la certeza que tienes de que Cristo ha irrumpido en tu vida y de que no te queda otra alternativa que seguirle hasta el fin.

    Mi modesta experiencia me permite decirte, con las palabras del mismo Cristo, que has escogido la mejor parte, que nadie te podrá arrebatar (cf. Lc 10, 42). Has sentido sobre ti aquella mirada penetrante, que Cristo dirigió al joven rico y has correspondido a ella con la seguridad de que su gracia, una vez que ha puesto en tus manos el arado, te va a conceder también el no abandonarlo y el no volver la vista atrás.

    Has dicho a Cristo que lo quieres seguir porque estás convencido de sus condiciones, condiciones que bien sabes son de renuncia, de lucha contra el propio egoísmo, de muerte, incluso, para conquistar la vida verdadera. Te has dado cuenta, además, de la urgencia apostólica que encierra y reclama aquella declaración de Cristo: «Yo os he puesto en el mundo para que den fruto y su fruto permanezca para siempre»
    (Jn 15, 16).

    Quiero, sin embargo, para que te sirva de estímulo y de guía, describirte la maravillosa experiencia de Cristo que realizó en su vida San Pablo, quien de perseguidor inconmovible y convencido, fue convertido en apóstol ardiente hasta el supremo sacrificio de su vida; de enemigo persona, en uno de los amigos más apasionados y arrolladores que ha tenido Cristo. San Pablo considera el amor de Cristo a su vida como una gracia completamente inmerecida, como un combate en el que prevaleció el más fuerte, el que tenía mayor capacidad de amar. Por eso, declara que ha sido alcanzado, que ha sido hecho prisionero por Cristo. Siente en alma viva cómo se volcó sobre él el amor de Cristo y por eso declara con tanta frecuencia: «Cristo me amó y se entregó a la muerte por mí» (Ga 2, 20).

    Por eso se siente ligado fuertemente a Cristo, crucificado con Él, partícipe de su pasión con sus luchas por engendrar nuevos cristianos. Confía ardientemente en Él y grita ante todo el mundo la certeza inquebrantable que lo anima de que nada ni nadie lo arrancarán del amor a Cristo, precisamente porque es un amor que nace en Cristo, tiene su arraigo en Él y, por lo mismo, posee la firmeza de lo divino. Pero, al mismo tiempo, considera el apóstol ese amor como una conquista personal suya y es plenamente consciente de los sacrificios que el alcanzarla y conservarla le suponen: romper con todo lo que le liga al mundo: su condición de judío, de fariseo observante, de doctor de la ley, es decir, de todo lo que para él es humanamente lo más entrañable. Ahora que posee a Cristo, considera todo eso como pérdida, como estiércol, (para conservar la misma palabra de San Pablo). Pero también, se estremece cuando piensa que puede hacerse indigno de esta vocación, y por eso pide oraciones a los cristianos, crucifica su cuerpo, soporta mil vejaciones con el anhelo de alcanzar la completa posesión de Cristo, su supremo y único bien.


    1. Ser sacerdote es convertirse en 'otro Cristo'. Es decir, cuando un joven recibe el llamado de Dios para seguirlo en la vocación más grande que existe, que es seguir de la manera más fiel al Maestro, a Jesús, se convierte inevitablemente en:

    • el motor del mundo,
    • en el sostén de la Iglesia,
    • en el testimonio de vida y de entrega a los demás,
    • en el hombre pleno por excelencia,
    • en el portador de la salvación para los hombres (sin el sacerdote, no habrían sacramentos),
    • en otro Cristo.


    2. Dios escoge lo mejor de su cosecha. Para ser sacerdote es necesario que Dios piense en alguien especial, muy especial. Y que le conceda la gracia de la vocación al sacerdocio o vida religiosa. No es para todos, no es para cualquiera. Ni siquiera puede una persona auto proclamar que 'tiene vocación'. Esta vocación es un regalo de Dios, en la cual manifiesta una predilección especial por un joven, para que se convierta en el guía de Su rebaño. Y hay que estar atentos a cuando 'de pronto' entra una inquietud y un interés particular por ese estilo de vida: puede ser Dios queriendo tocar las puertas de nuestra alma.


    3. Es una vocación concreta. Dios llama con nombre y apellido a alguien, en algún momento de su vida, para que le responda en algún momento determinado, y entre en el Seminario como Él espera. No es una 'idea' rondando en la cabeza: es Dios que necesita operarios, aún cuando Él es omnipotente y todopoderoso.

    No es una vocación para gente extraña. Todo lo contrario, es para los más amados y cercanos a Nuestro Señor. Tampoco es una vocación 'rara' de encontrar, que ya en nuestros tiempos no se debería dar. Lo que pasa es que estamos ya tan llenos de ruido, de pasiones, de distracciones, que no nos damos la oportunidad de escuchar en nuestro interior. Tan no es rara, que solamente existen dos tipos de vocación, y una es precisamente la consagración a Jesús como sacerdote, pastor de Su Iglesia.


    4. Cualidades que se necesitan.

    Una capacidad inmensa de amar (como lo hizo Jesucristo) y un corazón donde quepa toda la humanidad. Cuesta, es cierto, pero te hace el más feliz y el hombre más pleno de la Creación. Muchos creen que duele aceptar la vocación. Parece que se va a perder la vida pues hay que entregársela a Dios. Nada más falso que eso, ya que la vida es toda de Dios, ya sea casado, soltero, consagrado.

    La diferencia está en que los sacerdotes, religiosos o religiosas y laicos consagrados ya no se van a dar de topes buscando la felicidad en otros lados, como lo haremos la gran mayoría, hasta encontrar el caminito seguro que nos lleva a Dios.

    Los que tienen el llamado y deciden entregar toda su vida ya se adelantaron a vivir en contemplación divina y ahora guían a los demás hacia Dios.


    5. Pasos para saber si hay vocación.

    Un sacerdote, acostumbrado a descubrir vocaciones sacerdotales y religiosas, recomienda las siguientes cinco claves para resolver el 'misterioso llamado' de Dios:

    1. Inteligencia sana, compatible con una fe vigorosa.

    2. Salud física y mental.

    3. Don de gentes (tener una natural simpatía y gusto por ser sociable).

    4. Gusto por las cosas de Dios (querer colaborar con las 'cosas del Padre')

    5. La más importante: Ser llamado por Dios. Y esto sólo se sabe de cara (y de rodillas) al Sagrario.

    Cuando una persona decide responder al llamado que Dios le está haciendo de consagrar su vida como religiosa, sacerdote, siempre existirán las grandes 'voces de la experiencia', que tratan de convencerla de 'no desperdiciar su vida'.

    Debemos estar muy atentos y analizar siempre qué es realmente vivir. Y vivir es llegar a ser pleno, ser el más feliz, ayudar a los demás en todo lo que se pueda, tomar decisiones trascendentes y seguirlas con la firmeza de una roca, ser el guía de los demás, ser el mejor amigo de Dios, tenerlo todo. Ante una visión de estas, cualquier argumento caerá por tierra.


    Algo que no debes olvidar

    • Ser sacerdote es convertirse en 'otro Cristo'.

    • Para ser sacerdote es necesario que Dios conceda la gracia y llame a la vida consagrada.

    • Es una vocación concreta. Dios llama con nombre y apellido a alguien, en algún momento de su vida, para que le respondamos en algún momento determinado.

    • No es una vocación para gente extraña. Todo lo contrario, es para los más amados y cercanos a Nuestro Señor.

    • No es una vocación rara de encontrar: estamos ya tan llenos de ruido, de pasiones, de distracciones, que no nos damos chance para escuchar en nuestro interior.

    • Se necesita una capacidad inmensa de amar y un corazón donde quepa toda la humanidad

    • Pareciera que aceptar la vocación duele, porque se va a perder 'lo mejor de la vida'. Pero la vida es toda de Dios

     
         


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    miércoles, abril 16, 2008

     

    ¡Yo amo a Jesucristo!

    ¡Yo amo a Jesucristo!

    Fuente: Catholic.net
    Autor: Pedro García, misionero claretiano



    He contado muchas veces lo que me ocurrió con una niña de la catequesis. Me emocionó entonces, y aún lo recuerdo ahora como si lo estuviera sintiendo por primera vez. Hablaba con una niña de ocho añitos que iba a recibir próximamente su Primera Comunión. Y le pregunté como a cualquier niño que quiere comulgar:

    - ¿A quién vas a recibir en la Comunión?
    - ¡A Jesús!
    - Muy bien. ¿Y quieres mucho a Jesús?...
    Se le humedecen los ojitos a la criatura, se lleva las manos al pecho, y comenta casi entre lágrimas y con el rostro encendido:
    - ¿Jesús?... ¡Lo amo tanto! Lo llevo aquí dentro, aquí dentro, y le digo siempre: ¡Jesús mío!...
    Yo también me emocioné, y al oír pronunciar repetidamente el nombre de Jesús con aquella inocencia y con aquel amor, hice una plegaria con palabras arrancadas al Evangelio:
    - Padre Eterno, que eres el único que conoces a Jesús y que lo revelas a quien Tú quieres, ¡revélame a tu Hijo! Sobre todo, hazme amarlo con el ardor y limpieza de esta niña inocente.

    Nuestra religión cristiana y católica no es una religión ni de verdades, ni de celebraciones, ni de moral, ni de oraciones, ni de ayunos, ni de nada de todo eso. Aunque tiene también todas esas cosas, y mucho más que cualquier otra religión, como algo que exige nuestra condición de hombres.

    La religión católica se centra en una persona, en NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, y nada más.

    Con las verdades cristianas proclamamos lo que Jesucristo nos enseñó.

    Con el culto expresamos nuestro amor a Jesucristo.

    Con la oración nos unimos a Jesucristo.
    Con los Sacramentos nos llenamos de la vida de Jesucristo.

    Con la limosna ayudamos a Jesucristo, que vive necesitado en nuestros hermanos pobres.

    Con el apostolado anunciamos a Jesucristo y extendemos su reinado.

    Y así con todo lo demás: Jesucristo es lo único que nos interesa.

    Mirando en la Biblia a los Apóstoles, nos encontramos con el ejemplo clamoroso de San Pablo. Si alguien ha entendido lo que es el cristianismo ha sido precisamente San Pablo. Pues bien, la libertad en todas esas prácticas que hemos citado era para él algo muy importante. Y así nos dirá:
    - Que cada uno siga en su propio gusto y su parecer.

    Exige, eso sí, una fidelidad total a la doctrina que han aprendido, y en esto era tan riguroso que maldice al que enseñe algo contrario a lo que los apóstoles han transmitido a la Iglesia. En lo demás, lo que importaba era el amor al Señor Jesucristo, de modo que acaba su carta primera a los de Corinto:
    - El que no ame a nuestro Señor Jesucristo, que sea un maldito.

    Ese amor de Pablo a Jesucristo se demuestra con un hecho hermoso. En sólo trece cartas ―pues no contamos la de los Hebreos―, saca el nombre de Jesús nada menos que 640 veces en sus diversas acepciones: Jesús, Cristo, Jesucristo, el Señor... Si así lo cita cuando escribe, quiere decir que el recuerdo y el amor a Jesucristo llenaba por completo lo más íntimo de todo su ser.

    Una vez hemos llegado a conocer a Jesucristo, la vida ya no es la misma. Un planeta nuevo ―lo vamos a suponer dotado de inteligencia― que se quisiera meter en sistema solar, no podría salirse de su órbita aunque quisiera. Daría vueltas y vueltas alrededor del Sol, y jamás sería capaz de escaparse de allí donde un día se metió voluntariamente.

    Esto le ocurre a cualquiera que ha conocido y ha llegado a amar a Jesucristo: necesita al Señor de todas maneras. No se contentará jamás con ninguna novedad que vengan a cantarle al oído. Y si en algún momento hiciera caso a voces extrañas, pronto notaría que se trata de sirenas engañosas que no le van a satisfacer y lo quieren llevar mar adentro del error. Consciente o inconscientemente volvería a Jesucristo siempre: o con al amor o con el remordimiento, pero volvería a Jesucristo.

    Esta es la esencia del Cristianismo. En el amor a Jesucristo tenemos cifrada la fe verdadera. Quien ama, es porque cree. Y quien no ama a Jesucristo, aunque diga que cree en Él, en realidad no tiene fe. Ni hará nada por Jesucristo. Mientras que el que ama a Jesucristo, por Él lo hace todo.

    Y es que Jesucristo es el único por quien nos podemos jugar la vida. Así lo reconocía Napoleón, cautivo después de tantas victorias que ya no le servían de nada:
    - Yo he enardecido a millares y millares que murieron por mí. Pero ahora estoy aquí, atado a una roca, ¿y quién lucha por mí?... ¡Qué diferencia entre mi miseria y el reinado de Cristo, que es predicado, amado y adorado por todo el mundo y vive por siempre!...

    Es triste que los grandes de la Historia hayan de reconocer tan tardíamente su error. Nosotros somos más afortunados. Nosotros amamos a Jesucristo desde siempre, y no nos equivocamos, no...

    - ¿Y qué ideal? Por ti, Rey mío, la sangre dar, cantaron muchas veces los Mártires de Barbastro antes de ir a la muerte. Jesucristo es también nuestro ideal más grande, la ilusión mayor que tenemos en la vida: amarlo, hacer algo por Él....





     
    alfo      


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    viernes, abril 11, 2008

     

    Dejarse moldear

    Dejarse moldear: La docilidad

    Fuente: Catholic Net
    Autor: P. Hugo Tagle

    La caña resulta ser más hábil que muchos árboles: no se quiebra con el viento, sino que se deja mecer por él, soportando su paso sin contratiempos. Para ello, se requiere tanta sabiduria como humildad, capacidad de considerar y aprovechar la experiencia y conocimientos que los demás tienen para no quebrarse ni agotarse de puro soberbio.

    La docilidad regala sencillez, nos dispone a escuchar con atención, a considerar con detenimiento las sugerencias que nos hacen y a tomar decisiones más serenas y prudentes.

    Podemos suponer que la docilidad nos convierte en personas inútiles, dependientes, influenciables, faltos de carácter y de decisión, pero cualquiera que desee aprender y desempeñarse satisfactoriamente en alguna disciplina o mejorar en su vida personal, se pone voluntariamente bajo la tutela de alguien, con el fin de progresar en un camino seguro. Asumir los errores, aceptar las quejas y correcciones, aunque nos cuesten y duelan, son signos de un alma joven, siempre moldeable y abierta a crecer. Ello es signo de juventud, apertura y tolerancia.

    Lo importante es reconocer el mérito de esas personas con experiencia y habilidades personales. Quien se interesa por nosotros nos hará ver defectos y errores; pedirá una reacción que afecte a nuestra comodidad y pereza; sanamente criticará nuestro modo de ser, carácter y conducta, pero con el objetivo de lograr nuestra mejora y crecimiento personal.

    Es curioso pensar que las personas menos dóciles, son aquellas que solicitan una mayor respuesta y disposición a las exigencias que proponen. La docilidad exige ejemplo, intercambio y disposición personal para lograr un beneficio mutuo.

    El espíritu docil sabe considerar, atender y escuchar. Aprende a considerar todo lo que le sugieren aunque no necesariamente le guste. Concreta su buena disposición con acciones. Sabe obedecer y seguir indicaciones. La docilidad a la opinión ajena incrementa nuestra capacidad de adaptación a las nuevas exigencias y circunstancias que con relativa frecuencia se presentan; nos da la madurez para evitar empeñarnos en ser nuestros propios guías y jueces; se incrementa nuestro respeto y consideración por todas las personas. Por último, se es más feliz al ponerse en manos de los demás, generando confianza por la seguridad que brinda el que se allana a la crítica ajena.



    ¡Vence el mal con el bien!

    El servicio es gratuito




     
    alfo      


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    jueves, abril 10, 2008

     

    Hacia la verdad, desde el amor

    Hacia la verdad, desde el amor

    Fuente: Catholic.net
    Autor: P. Fernando Pascual LC



    Muchas veces no buscamos la verdad por miedo, por intereses turbios, por egoísmo, por pereza, por soberbia, por amor a la vida de placeres.

    Tal vez he llegado a pensar que cuando estudio si sea o no sea malo hacer "eso", o si busco más a fondo cómo se aplica la justicia en la vida profesional, o si pregunto sobre lo que se me pide como católico, o si me abro a las riquezas del Evangelio, me estaría "cortando las alas" y perdiendo ocasiones para "crecer" y vivir según mis gustos, hasta el "extremo" de terminar con una existencia aplastada por mandamientos y normas que hoy no se estilan y que, en el fondo, tampoco me gustan...

    La perspectiva cambia totalmente si vemos la verdad como un don de Alguien que nos ama. El Evangelio, con sus mensajes austeros y magníficos, nace desde un Amor maravilloso, desde el gesto del Padre que envía a su Hijo para conducirnos hacia la verdad plena y hacia la vida eterna.

    Entonces, estudiar la vida de Cristo, acoger sus enseñanzas en el Evangelio, optar por ser miembros de la Iglesia católica fundada por el Maestro, se nos presenta como una aventura maravillosa, como una respuesta llena de alegría a la llamada profunda y sincera del Dios que nos hizo y que nos espera, para siempre, en el cielo.

    El camino hacia la verdad se hace gustoso, se hace más sincero, llega hasta lo más profundo de una vida, si se recorre desde el amor. Por amor Dios nos dio la vida. Por amor nos ha arropado con mil gestos de cariño. Por amor nos permitió un día ir al Catecismo, leer la Biblia, participar en los Sacramentos. Por amor me tendió la mano, una y mil veces, si el pecado manchó mi corazón débil y egoísta.

    Ese amor me invita, me ofrece, un camino hacia la verdad, que es vida, que es alegría, que es eternidad. Podré, entonces, iluminar mi conciencia, denunciar pecados que tal vez acariciaba con cinismo, abrirme a horizontes de generosidad que me llevan a pensar menos en mí y más en el prójimo que me necesita.

    Es hermoso, cada día, caminar hacia la verdad desde el amor. Si lo hacemos, si nos dejamos encontrar, si nos dejamos guiar por el Maestro, descubriremos que nuestra vida y nuestras palabras serán muy pronto estímulo para que también otros puedan dar un paso hacia Cristo. Serán capaces, así, de descubrir esas verdades profundas que guían los senderos de mi vida: Dios nos perdona, nos ama, y nos espera, un día, en la gran fiesta de los cielos.


     
    alfo      


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    lunes, abril 07, 2008

     

    FW: Jóvenes - ¿Se puede programar la santidad?

    ¿Se puede programar la santidad?

    Fuente: Catholic.net
    Autor: P. Fernando Pascual

    Esta vez los jóvenes no estaban de acuerdo. El catequista les había pedido que preparasen un programa especial: hacer de este año un año de trabajo en la santidad. Y claro, más de uno dijo que eso era imposible: la santidad no se puede programar como se programan unas vacaciones o un torneo de fútbol...

    "¿Se puede programar la santidad?" La pregunta está entre comillas porque se encuentra, ni más ni menos, que en un texto del Papa. Juan Pablo II, en la Carta Apostólica Novo millennio ineunte, nos explica en dos números (nn. 30-31) cómo entender que la santidad es el camino de la Iglesia, es la meta que debemos perseguir en este tercer milenio cristiano, es algo que incluso se podría "programar".

    En estos números el Papa recuerda lo que ha sido el jubileo del año 2000: una llamada a la conversión, a la purificación. ¿No es eso parte del camino de la santidad? ¿No nos habíamos esforzado por vivir el jubileo para entrar mejor preparados al nuevo milenio? Luego el Papa recuerda lo que enseña el Concilio Vaticano II: todos los bautizados estamos llamados a la santidad, sin distinciones, porque todos estamos unidos por el bautismo al Dios que es Santo (cf. Lumen gentium, capítulo V).

    En este momento, Juan Pablo II nos pide a todos que incluyamos, en la programación pastoral, el tema de la santidad. Y nace, espontánea, la pregunta: "¿Acaso se puede «programar» la santidad?".

    El Papa explica en qué puede consistir esta "programación". Primero recuerda que con el bautismo se ha producido en cada uno de nosotros un cambio radical: nos hemos unido a Cristo, nos hemos convertido en templos del Espíritu Santo. Pero este cambio real no toca automáticamente nuestro modo de pensar y de vivir. Nuestra psicología, nuestra personalidad, nuestros actos, dependen de nuestras opciones concretas, de nuestros pensamientos, de nuestra vida. Por eso cada uno debe poner a trabajar los talentos recibidos. En este sentido, sí hay mucho que "programar".

    La pregunta "¿quieres recibir el bautismo?" se convierte, según el Papa, en esta otra: "¿quieres ser santo?". Cada bautizado asume como programa personal el mismo programa que Cristo nos ha dejado en el Sermón de la montaña, en el cual la invitación resulta clara: "Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial" (Mt 5,48). Eso, y no otra cosa, es la santidad. Así de claro y así de valiente.

    De nuevo, nuestros jóvenes pueden preguntarnos: ¿no es esto demasiado difícil? Ser perfectos como Dios... Casi parece que es más fácil hacer bajar la luna a la tierra...

    Leamos de nuevo el documento del Papa. La santidad no consiste en algo extraordinario, la conquista de un estilo de vida "practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno" (Novo millennio ineunte, n. 31).

    En otras palabras, el santo no es un señor o una señora, un chico o una chica, un cura o una religiosa, que están ahí, en lo alto de una estatua más o menos simpática en un rincón de un templo (si todavía quedan imágenes de santos en los templos). El santo es un ser humano normal, como sus sueños y sus fracasos, con sus ideales y sus realizaciones, con su pecado y con mucha, mucha misericordia de Dios, una misericordia acogida, celebrada, vivida con alegría y gratitud.

    Alguno ha dicho que Juan Pablo II ha hecho demasiadas canonizaciones y beatificaciones. Tendríamos que decir, más bien, que ha hecho pocas, si vemos esa multitud inmensa de hombres y mujeres de todos los lugares y tiempos, de todas las clases sociales, de todos los niveles académicos y profesionales, que han tomado en serio el Evangelio y un día se decidieron, de verdad, a buscar la perfección, la santidad, la vida de total amor.

    Hemos de convencernos y convencer a nuestros jóvenes (y también a aquellos adultos que han dejado la santidad como el último asunto de la propia programación personal) que hay muchos caminos para la santidad. O, mejor, y volvemos al texto del Papa, que el camino de la santidad para cada uno es sumamente personal. Por ello hemos de aprender esa "pedagogía de la santidad" que permite adaptar la marcha hacia la meta según los ritmos personales de cada uno, según lo que Dios le va pidiendo a gritos o con un susurro suave y respetuoso: también cuando grita, Dios respeta la libertad de cada uno. Sólo podremos escucharle si tenemos un corazón atento y generoso.

    El catequista y sus jóvenes se han retirado. Cada uno tiene un "programa" muy apretado: el trabajo o los estudios, el novio o la novia, la familia, el deporte o el voluntariado. Todos, cada quien en su lugar, cada quien según un ritmo, estamos invitados a ser santos. "Sed perfectos..." Sí, es posible, porque la perfección empieza cuando el Amor toca una vida y cuando, con amor, respondemos a quien antes nos ha tendido una mano, nos ha perdonado y elevado a una nueva vida: somos hijos en el Hijo, somos cristianos en una Iglesia santa en la que vive y trabaja el Espíritu santificador...


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