jueves, junio 19, 2008

 

La Eucaristía, Vida de Cristo en nuestras vidas



 
La Eucaristía, Vida de Cristo en nuestras vidas

Fuente: Estatuto del Comité Pontificio para los Congresos Eucarísticos Internacionales
Autor: S.E. Mons. Pierre-André Fournier





La Eucaristía, Presencia y Don de Cristo al mundo, estará en el centro de la gran asamblea de cristianos venidos de todos los continentes a la ciudad de Québec, para el 49° Congreso Eucarístico Internacional, que se celebrará del 15 al 22 de junio de 2008.

Este tema se encuentra desarrollado en un Documento teológico de base, aprobado por el Comité Pontificio para los Congresos Eucarísticos Internacionales.

Durante el Congreso, meditaremos cada una de las homilías y las catequesis inspiradas de este texto, que nos ayudarán en la preparación espiritual y animarán a la oración para que podamos unirnos espiritualmente a la celebración del Congreso.





TERCERA PARTE Para la vida del mundo


La Iglesia, asociada a su Señor resucitado, vive del don de Dios y se une a Jesucristo, sumo sacerdote, en la comunicación de este don a la humanidad. El mundo se beneficia de la caridad de los cristianos y también del culto de la Iglesia, que glorifica a Dios intercediendo por toda la humanidad. Bien sea en diálogo con Dios en el culto o con el mundo en la misión, la Iglesia no vive para sí misma, sino para Aquél que «vino para que todos tuvieran la vida y que la tengan en abundancia (cf. Jn 10,10).Su vida es un testimonio de la Vida del Señor compartida en la Sagrada Eucaristía.


IV.- La Eucaristía, Vida de Cristo en nuestras vidas

A. El culto espiritual de los bautizados


«Y así, por el bautismo, los hombres son injerta-en Cristo dos en el misterio pascual de Jesucristo: mueren con El, son sepultados con El y resucitan con El; reciben el espíritu de adopción de hijos "por el que clamamos: Abba, Padre" (Rom 8,15) y se convierten así en los verdaderos adoradores que busca el Padre».24 (24.Vaticano II, Constitución sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium n. 6.) El bautismo es una inmersión total en el agua asfixiante de la muerte, desde donde uno emerge con la alegría de respirar de nuevo, de respirar al Espíritu. Ya que el agua, transformándose de mortal en vivificante,
incorpora, según su simbolismo natural, la potencia resucitadora del Espíritu.25 (25. Cf. Basilio de Cesarea, Tratado sobre el Espíritu Santo 15. PG 32, 128-129.) El bautismo realizado en la fe de la Iglesia introduce al fiel en la experiencia del misterio pascual de Jesucristo, que ha muerto al pecado y vive por Dios. La inmersión simboliza la muerte y la emersión la vida nueva del cristiano que se compromete a seguir a Jesucristo en la obediencia del Padre por el poder del Espíritu Santo.

Por este motivo San Pablo exhorta a los bautizados a vivir una vida nueva. «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que os ofrezcáis a vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1). Este culto espiritual consiste, según la visión paulina, en la ofrenda total de sí mismo en
unión con toda la Iglesia.

San Pablo habla de una vida totalmente renovada: «Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Cor 10,31).«No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Rom 12,2). Este culto nuevo se manifiesta, entre otras cosas, por la humildad y el servicio, «según la medida de la fe que otorgó Dios a cada cual» (Rom 12,3).

Ya que, como dice Pablo, «Nuestro cuerpo, en su unidad, posee muchos miembros, y no desempeñan todos los miembros la misma función, así también nosotros formamos un solo cuerpo en Cristo» (Rom 12,4-5). El culto espiritual consiste en el ejercicio de su propio carisma en un espíritu de solidaridad y de servicio humilde. San Pablo concluye recordándonos la lucha constante que tiene que vivir el cristiano frente a las fuerzas del mal «No te dejes vencer por el mal antes bien, vence al mal con el bien» (Rom 12,21). San Cipriano nos recuerda en su comentario del Padre Nuestro que el sacrificio más grande que podamos ofrecer a Dios, es nuestra paz, el acuerdo fraterno, el vivir como pueblo reunido en la misma unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.26

La Vida de Cristo, que alimenta nuestra ofrenda por la Eucaristía, nos asemeja a Jesús y nos hace estar disponibles a los otros, en la unidad de un solo Cuerpo y un solo Espíritu. La Vida de Cristo transforma a la comunidad cristiana en templo de Dios vivo para el culto de la Nueva Alianza: «Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis "Amén" (es decir, "sí", "es verdad") a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir "el Cuerpo de Cristo", y respondes "amén". Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu "amén" sea también verdadero. Este es el sacrificio de los cristianos: ser todos un solo Cuerpo en Cristo Jesús. Este es el misterio que la Iglesia celebra en el sacramento del altar, donde ella aprende a ofrecerse a sí misma en la oblación que hace a Dios» (S. Agustín, serm. 272) 27


B. La verdadera adoración

La celebración eucarística hace presente a Cristo en el acto de adoración por excelencia que es su muerte sobre la cruz. Por su acto de amor absoluto hasta la muerte, Cristo retorna al Padre con la humanidad reconciliada y obtiene para todos el Espíritu de amor y paz que anima la adoración de la Iglesia en espíritu y en verdad. Por Él, con Él y en Él, toda la Iglesia es adoradora en nombre de la humanidad redimida. El acto de adoración por excelencia de Cristo y de la Iglesia se realiza en la ofrenda del santo sacrificio in Persona Christi, Caput et Corpus, según la expresión de San Agustín, incluyendo la participación activa de los fieles en este misterio de alabanza, de acción de gracias y de comunión.

Claro que si la participación es en primer lugar interior, la participación también se expresa en palabras y gestos: respuesta a las palabras del celebrante, escucha de la Palabra, canto, oración universal, aclamaciones eucarísticas y particularmente el amén, comunión con el pan de vida y también con la copa de salvación. Todo esto expresa el sacerdocio real de los bautizados, el cual es la consagración de su dignidad primera e inalienable de seres humanos.

El acto de adoración de Cristo y de la Iglesia dentro de la celebración eucarística no se termina, sin embargo, con la acción litúrgica, sino que se continúa en la permanente presencia sacramental, suscitando la participación de los fieles mediante la adoración del Santísimo Sacramento. La adoración eucarística fuera de la misa prolonga el memorial e invita a los fieles a permanecer cerca de su Señor, presente en el Santísimo Sacramento: «El Maestro está ahí y te llama» (Jn 11,28).Por medio de la adoración eucarística, los fieles reconocen la presencia real del Señor y se unen a su ofrenda de sí mismo al Padre. Su adoración participa en la de Cristo, en cierto modo, por que es por Él, con Él y en Él que toda oración y toda adoración suben hacia el Padre y son aceptadas por Él. Cristo, quien anuncia a la Samaritana que el Padre busca adoradores en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23-26) es, sin ninguna duda, el primer adorador y quien encabeza todos los adoradores (cf. Hb 12,2.24).

«Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su coloquio íntimo, le abren su corazón tanto por sí mismos, como por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo sacan de este intercambio admirable un aumento de su fe, esperanza y caridad.»28 «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (cf. Jn 13,25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el "arte de la oración" ¿cómo no sentir una renovada necesidad de permanecer largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento?».29 Este «arte de la oración», al que Juan Pablo II asocia la adoración eucarística, conoce un renovado fervor en nuestra época, en todas partes de la Iglesia, aumentando al mismo tiempo su testimonio de amor a Dios y su intercesión por las necesidades del mundo. La práctica de la adoración refuerza, en efecto, en los fieles, el sentido sagrado de la celebración eucarística que desafortunadamente ha conocido una disminución en ciertos ambientes. Al reconocer explícitamente la presencia divina en las santas especies eucarísticas, fuera de la misa, contribuye a cultivar la participación activa e interior de los fieles en la celebración y les ayuda a comprender más claramente que la misa es mucho más que un rito social.

Los frutos de la adoración eucarística influyen también en el culto espiritual de toda la vida, el cual consiste en el cumplimiento cotidiano de la voluntad de Dios. La contemplación de Cristo en estado de ofrenda y de inmolación en el Santísimo Sacramento enseña a entregarse sin límites, activa y pasivamente, a entregarse hasta ser distribuido como pan eucarístico que pasa de mano en mano por la santa comunión. Aquél a quien se visita y honra en el Sagrario nos enseña a perseverar diariamente en el amor, acogiendo todas las circunstancias, los acontecimientos y hasta los minutos que se viven, con su contenido humano y sus cargas, sin excluir nada, excepto el pecado, tratando siempre de producir el mayor fruto posible. De esta forma se prolonga en lo íntimo de la comunidad y de los fieles la adoración de Cristo y la de la Iglesia, actualizadas sacramentalmente en la celebración eucarística.


C. Los ministros de la Nueva Alianza

La participación activa de los miembros del pueblo de Dios, laicos o ministros ordenados, es indispensable, porque hace parte del culto de la Nueva Alianza. La presentación de las ofrendas y la acción del ministro simbolizan, en cierta manera, el conjunto de esta participación. «El pan y el vino se convierten, en cierto sentido, en símbolo de todo lo que la asamblea eucarística lleva de sí misma como oblación a Dios, y que ella ofrece en espíritu».30 Por la mediación del ministro que actúa en su Nombre e incluso en su Persona (Persona Christi) pronunciando las palabras de la consagración, Cristo asume la ofrenda de la asamblea en la suya y la transforma en su Cuerpo y en su Sangre.

«En efecto, en las memorias de los apóstoles o evangelios, nos transmitieron el mandato de Jesús: tomó el pan, dio gracias y dijo: Haced esto en memoria mía. Esto es mi Cuerpo. De la misma forma tomó el cáliz, dio gracias y dijo: Esta es mi Sangre.Y la distribuyó sólo a ellos. A partir de entonces continuamos renovando sin cesar la memoria entre nosotros».31 La asamblea que hace memoria se vuelve signo de la Iglesia. Constituida de miembros muy diversos y sin embargo unidos entre ellos y a las otras comunidades en la Iglesia universal. Esta Iglesia de Cristo, confiada a Pedro y a sus sucesores, acoge el signo de que quien preside es Cristo en el ministro que actúa en su nombre en medio de la asamblea. El ministerio de los obispos y presbíteros manifiesta entonces que esta asamblea recibe siempre el memorial del Señor como un don, un don que ella no se hace a sí misma sino que recibe del Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra (cf. Ef 3,14-15).

Tal responsabilidad llama a los ministros del Señor, particularmente en la Iglesia latina, a vivir el compromiso del celibato que configura al presbítero a Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. «La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo, Cabeza y Esposo, la ha amado. Por eso, el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor» 32. El celibato permanece, en consecuencia, a pesar de la incomprensión de la cultura contemporánea, como un don inestimable de Dios, como un «estímulo de la caridad pastoral»33 ,como una participación particular en la paternidad de Dios y en la fecundidad de la Iglesia. Profundamente
enraizado en la Eucaristía, el testimonio gozoso de un sacerdote feliz en su ministerio es la primera fuente de nuevas vocaciones.


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  1. Cf. Liturgie des heures,Vol. III, p. 190.regresar

  1. Catecismo de la Iglesia Católica,n. 1396.regresar

  1. Comunión y culto eucarístico fuera de la misa,n. 80.regresar

  1. Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia n. 25. regresar

  1. Juan Pablo II, Carta apostólica Dominicae Cenae n. 9, 19 de Febrero de 1980.regresar

  1. San Justino, Apología I, n. 66.regresar

  1. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobi, 1992regresar

  1. Vaticano II, Decreto sobre la vida y ministerio de los presbíteros Presbyterorum Ordinis, n. 16.regresar



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