sábado, noviembre 29, 2008
Andrés, el que acercaba a otros a Cristo
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Juan J. Ferrán
Mañana, 30 de noviembre, celebramos el día del apóstol San Andrés, pero como empezamos el Adviento, meditaremos hoy acerca de este gran apóstol.
El Apóstol Andrés es un hombre sencillo, tal vez también pescador como su hermano Simón, buscador de la verdad y por ello lo encontramos junto a Juan el Bautista. No importa de dónde viene ni qué preparación tiene. Parece, por lo que conocemos de él en el Evangelio, que entre otras muchas cosas algo que va a hacer es convertirse en un anunciador de Cristo a otros.
"He ahí el Cordero de Dios" (Jn 1,36). Estando Andrés junto a Juan el Bautista escucha de él estas palabras. De repente se siente inquieto por ellas y se va con Juan tras Jesús. Él les pregunta: ¿Qué buscáis?, a lo que ellos le dicen: ¿Dónde vives?. Jesús entonces les dice: "Venid y lo veréis". Ellos fueron con Jesús y se quedaron con Él aquel día. Ha sido Juan el Bautista quien les ha enseñado a Cristo, y antes que nada Andrés ha querido hacer personalmente la experiencia de Cristo. Estando junto a él ha descubierto dos cosas: que Cristo es el Mesías, la esperanza del mundo, el tesoro que Dios ha regalado a la humanidad, y también que Cristo no puede ser un bien personal, pues no puede caber en el corazón de una persona. A partir de ahí, la vida de Andrés se va a convertir en anunciadora de Dios para los demás hasta morir mártir de su fe en Cristo.
"Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1,41). La primera acción de Andrés, tras haber experimentado a Cristo, es la de ir a anunciar a su hermano Simón Pedro tan fausta noticia. Simón Pedro le cree y Andrés le lleva con el Maestro. Hermosa acción la de compartir el bien encontrado. Andrés no se queda con la satisfacción de haber experimentado a Cristo. Bien sabe que aquel don de Dios, a través de Juan el Bautista que le señaló al Cordero de Dios, hay que regalarlo a otros, como su Maestro Juan el Bautista hizo con él. Queda claro así que en los planes de Dios son unos (tal vez llamados en primer lugar) quienes están puestos para acercar a otros a la luz de la fe y de la verdad. ¡Gran generosidad la de Andrés que le convierte en el primer apóstol, es decir, mensajero, de Cristo, y además para un hermano suyo!
"Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12,20). Se refieren estas palabras a una escena en la que unos griegos, venidos a la fiesta, se acercaron a los Apóstoles con la petición de ver a Jesús. Andrés es uno de los dos Apóstoles que se convierte en instrumento del encuentro de aquellos hombres con Cristo, encuentro que llena de gozo el Corazón del mismo Jesús. ¿Puede haber labor más bella en esta vida que acercar a los demás a Dios, se trate de personas cercanas, de seres desconocidos, de amigos de trabajo o compañeros de juego? Sin duda en la eternidad se nos reconocerá mucho mejor que en esta vida todo lo que en este sentido hayamos hecho por los otros. Toda otra labor en esta vida es buena cuando se está colaborando a desarrollar el plan de Dios, pero ninguna alcanza la nobleza, la dignidad y la grandeza de ésta.
El Apóstol Andrés se erige así, desde su humildad y sencillez, en una lección de vida para nosotros, hombres de este siglo, padres de familia preocupados por el futuro de nuestros hijos, profesionales inquietos por el devenir del mundo y de la sociedad, miembros de tantas organizaciones que buscan la mejoría de tantas cosas que no funcionan. A nosotros, hombres cristianos y creyentes, se nos anuncia que debemos ser evangelizadores, portadores de la Buena Nueva del Evangelio, testigos de Cristo entre nuestros semejantes. Vamos a repasar algunos aspectos de lo que significa para nosotros ser testigos del Evangelio y de Cristo.
En primer lugar, tenemos que forjar la conciencia de que, entre nuestras muchas responsabilidades, como padres, hombres de empresa, obreros, miembros de una sociedad que nos necesita, lo más importante y sano es la preocupación que nos debe acompañar en todo momento por el bien espiritual de las personas que nos rodean, especialmente cuando se trata además de personas que dependen de nosotros. Constituye un espectáculo triste el ver a tantos padres de familia preocupados únicamente del bien material de sus hijos, el ver a tantos empresarios que se olvidan del bienestar espiritual de sus equipos de trabajo, el ver a tantos seres humanos ocupados y preocupados solo del futuro material del planeta, el ver a tantos hombres vivir de espaldas a la realidad más trascendente: la salvación de los demás.
El hombre cristiano y creyente debe además vivir este objetivo con inteligencia y decisión, comprometiéndose en el apostolado cristiano, cuyo objetivo es no solamente proporcionar bienes a los hombres, sino sobre todo, acercarlos a Dios. Es necesario para ello convencerse de que hay hambres más terribles y crueles que la física o material, y es la ausencia de Dios en la vida. El verdadero apostolado cristiano no reside en levantar escuelas, en llevar alimentos a los pobres, en organizar colectas de solidaridad para las desgracias del Tercer Mundo, en sentir compasión por los afligidos por las catástrofes, solamente. El verdadero apostolado se realiza en la medida en que toda acción, cualquiera que sea su naturaleza, se transforma en camino para enseñar incluso a quienes están podridos de bienes materiales que Dios es lo único que puede colmar el corazón humano. ¿De qué le vale a un padre de familia asegurar el bien material de sus hijos si no se preocupa del bien espiritual, que es el verdadero?
Hay un tema en la formación espiritual del hombre a tener en cuenta en relación con este objetivo. Hay que saber vencer el respeto humano, una forma de orgullo o de inseguridad como se quiera llamarle, y que muchas veces atenaza al espíritu impidiéndole compartir los bienes espirituales que se poseen. El respeto humano puede conducirnos a fingir la fe o al menos a no dar testimonio de ella, a inhibirnos ante ciertos grupos humanos de los que pensamos que no tienen interés por nuestros valores, a nunca hablar de Cristo con naturalidad y sencillez ante los demás, incluso quienes conviven con nosotros, a evitar dar explicaciones de las cosas que hacemos, cuando estas cosas se refieren a Dios. En fin, el respeto humano nunca es bueno y echa sobre nosotros una grave responsabilidad: la de vivir una fe sin entusiasmo, sin convencimiento, sin ilusión, porque a lo mejor pensamos eso de que Dios, Cristo, la fe, la Iglesia no son para tanto.
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viernes, noviembre 28, 2008
Echarle una mano a Dios
Echarle una mano a Dios
Fuente: Catholic.net
Autor: José Martín Descalzo
En una obra del escritor brasileño Pedro Bloch encuentro un diálogo con un niño que me deja literalmente conmovido.
— ¿Rezas a Dios? —pregunta Bloch.
— Sí, cada noche —contesta el pequeño.
— ¿Y que le pides?
— Nada. Le pregunto si puedo ayudarle en algo.
Y ahora soy yo quien me pregunto a mí mismo qué sentirá Dios al oír a este chiquillo que no va a Él, como la mayoría de los mayores, pidiéndole dinero, salud, amor o abrumándole de quejas, de protestas por lo mal que marcha el mundo, y que, en cambio, lo que hace es simplemente ofrecerse a echarle una mano, si es que la necesita para algo.
A lo mejor alguien hasta piensa que la cosa teológicamente no es muy correcta. Porque, ¿qué va a necesitar Dios, el Omnipotente? Y, en todo caso, ¿qué puede tener que dar este niño que, para darle algo a Dios, precisaría ser mayor que El?
Y, sin embargo, qué profunda es la intuición del chaval. Porque lo mejor de Dios no es que sea omnipotente, sino que no lo sea demasiado y que El haya querido «necesitar» de los hombres. Dios es lo suficientemente listo para saber mejor que nadie que la omnipotencia se admira, se respeta, se venera, crea asombro, admiración, sumisión. Pero que sólo la debilidad, la proximidad crea amor. Por eso, ya desde el día de la Creación, El, que nada necesita de nadie, quiso contar con la colaboración del hombre para casi todo. Y empezó por dejar en nuestras manos el completar la obra de la Creación y todo cuanto en la tierra sucedería.
Por eso es tan desconcertante ver que la mayoría de los humanos, en vez de felicitarse por la suerte de poder colaborar en la obra de Dios, se pasan la vida mirando hacia el cielo para pedirle que venga a resolver personalmente lo que era tarea nuestra mejorar y arreglar.
Yo entiendo, claro, la oración de súplica: el hombre es tan menesteroso que es muy comprensible que se vuelva a Dios tendiéndole la mano como un mendigo. Pero me parece a mi que, si la mayoría de las veces que los creyentes rezan lo hicieran no para pedir cosas para ellos, sino para echarle una mano a Dios en el arreglo de los problemas de este mundo, tendríamos ya una tierra mucho más habitable.
Con la Iglesia ocurre tres cuartos de lo mismo. No hay cristiano que una vez al día no se queje de las cosas que hace o deja de hacer la Iglesia, entendiendo por «Iglesia» el Papa y los obispos. «Si ellos vendieran las riquezas del Vaticano, ya no habría hambre en el mundo». «Si los obispos fueran más accesibles y los curas predicasen mejor, tendríamos una Iglesia fascinante». Pero ¿cuántos se vuelven a la Iglesia para echarle una mano?
En la «Antología del disparate» hay un chaval que dice que «la fe es lo que Dios nos da para que podamos entender a los curas». Pero, bromas aparte, la fe es lo que Dios nos da para que luchemos por ella, no para adormecernos, sino para acicateamos.
«Dios —ha escrito Bernardino M. Hernando— comparte con nosotros su grandeza y nuestras debilidades». El coge nuestras debilidades y nos da su grandeza, la maravilla de poder ser creadores como El. Y por eso es tan apasionante esta cosa de ser hombre y de construir la tierra.
Por eso me desconcierta a mi tanto cuando se sitúa a los cristianos siempre entre los conservadores, los durmientes, los atados al pasado pasadísimo. Cuando en rigor debíamos ser «los esperantes, los caminantes». Theillard de Chardín decía que en la humanidad había dos alas y que él estaba convencido de que «cristianismo se halla esencialmente con el ala esperante de la humanidad», ya que él identificaba siempre lo cristiano con lo creativo, lo progresivo, lo esperanzado.
Claro que habría que empezar por definir qué es lo progresivo y qué lo que se camufla tras la palabra «progreso». También los cangrejos creen que caminan cuando marchan hacia atrás.
De todos modos hay cosas bastante claras: es progresivo todo lo que va hacia un mayor amor, una mayor justicia, una mayor libertad. Es progresivo todo lo que va en la misma dirección en la que Dios creó el mundo. Y desgraciadamente no todos los avances de nuestro tiempo van precisamente en esa dirección.
Pero también es muy claro que la solución no es llorar o volverse a Dios mendigándole que venga a arreglarnos el reloj que se nos ha atascado. Lo mejor será, como hacía el niño de Bloch, echarle una mano a Dios. Porque con su omnipotencia y nuestra debilidad juntas hay más que suficiente para arreglar el mundo.
José Luis Martín Descalzo, "Razones para vivir".
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jueves, noviembre 27, 2008
Meditación ante el Santísimo Sacramento
Fuente: Catholic.net
Autor: Ma Esther De Ariño
No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y con la medida con que midáis se os medirá a vosotros. ¿Cómo es que miras la brizna en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu ojo?. ¿O cómo vas a decir a tu hermano: Deja que te saque esa brizna del ojo, teniendo la viga en el tuyo?. Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver para sacar la brizna del ojo de tu hermano. (Mateo 7, 1-5)
Señor, acabamos de leer tus palabras según el evangelista San Mateo. Con qué claridad nos está hablando el Maestro, con qué claridad nos llega tu mandato, Señor: ¡NO JUZGUÉIS!...
¿Y qué hago yo de la mañana a la noche? Juzgar, criticar, murmurar... voy de chisme en chisme sin detenerme a pensar que lo que traigo y llevo entre mis manos, mejor dicho en mi lengua, es la fama, la honestidad, el buen nombre de las personas que cruzan por mi camino, por mi vida. Y no solo eso, me erijo en juez de ellos y ellas sin compasión, sin caridad y como Tu bien dices, sin mirar un poco dentro de mí.
Señor, en este momento tengo la dicha inmensa e inmerecida de estar frente a Ti, Jesús, ¡qué pena tengo de ver esa viga que no está precisamente en mi ojo, sino en mi corazón...! ¿Por qué en este momento me siento tan pequeña, tan sin valor, con todas esas "cosas" que generalmente critico de los demás y que veo en mí son mayores y más graves?
Jesús Sacramentado ¿por qué tu Corazón nunca me ha juzgado tan severamente como yo acostumbro a juzgar a mis semejantes?
Solo hay una respuesta: ¡porque me amas!
Ahora mismo me estás mirando desde esa Sagrada Hostia con esos ojos de Dios y Hombre, con los mismos que todos los días miras a todos los hombres y mujeres, como miraste a María Magdalena, como miraste al ladrón que moría junto a ti y por esa mirada te robó el corazón para siempre... y así me estás mirando a mí esta mañana, en esta Capilla me estás hablando de corazón a corazón: "Ámame a mi y ama a los que te rodean, no juzgues a los que cruzan por tu camino, por tu vida... ámalos como me amas a mi, porque todos, sean como sean, son mis hijos, son mis criaturas y por ellos y por ti estuve un día muriendo en una Cruz... Te quiero a ti, los quiero a ellos, a TODOS...¡NO LOS JUZGUES!"
Señor, ¡ayúdame!
Arranca de mi corazón ese orgullo, esa soberbia, ese amor propio que no sabe pedir perdón y aún peor, ese sentimiento que me roe el alma y que no me deja perdonar... No perdones mis ofensas, mis desvíos, mi frialdad, mi alejamiento como yo perdono a los que me ofenden - así decimos en la oración que tu nos enseñaste, el Padrenuestro - a los que me dañan, a los que me lastiman, porque mi perdón suele ser un "perdón limitado", lleno de condiciones.... ¡Enséñame Señor, a dar ese perdón como es el tuyo: amplio, cálido, total, INFINITAMENTE TOTAL!
Hoy llegué a esta Capilla siendo la de siempre, con mi pereza, con mis rencillas muy mías y mis necedades, mi orgullo, mi intransigencia para los demás, sin paz, con mis labios apretados, sin sonrisa, como si el mundo estuviera contra mi...
Pero Tu me has mirado, Señor, desde ahí, desde esa humildad sin límites, desde esa espera eterna a los corazones que llegan arrepentidos de lo que somos... y he sabido y he sentido que me amas como nadie me puede amar y mi alma ha recobrado la paz.
Ya no soy la misma persona y de rodillas me voy a atrever a prometerte que quiero ser como esa custodia donde estás guardado y que donde quiera que vaya, en mi hogar, en mi trabajo, en la calle, donde esté, llevar esa Luz que he visto en tus ojos, en los míos, y mirar a todos y al mundo entero con ese amor con que miras Tu y perdonar como perdonas Tu....
¡Ayúdame, Señor, para que así sea!
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miércoles, noviembre 26, 2008
La Eucaristía , nuestra respuesta es la caridad
La Eucaristía , nuestra respuesta es la caridad
Fuente: Catholic.net
Autor: SS Benedicto XVI
Quisiera ilustrar el vínculo entre la Eucaristía y la caridad. "Caridad" ―en griego ágape, en latín caritas― no significa en primer lugar el acto o el sentimiento benéfico, sino el don espiritual, el amor de Dios que el Espíritu Santo infunde en el corazón humano y que lo impulsa a entregarse a su vez a Dios mismo y al prójimo (cf. Rm 5, 5).
Toda la existencia terrena de Jesús, desde su concepción hasta su muerte en la cruz, fue un único acto de amor, hasta tal punto que podemos resumir nuestra fe con estas palabras: Iesus Caritas, Jesús Amor. En la última Cena, sabiendo que "había llegado su hora" (Jn 13, 1), el divino Maestro dio a sus discípulos el ejemplo supremo de amor, lavándoles los pies, y les confió su más preciosa herencia, la Eucaristía, en la que se concentra todo el misterio pascual, como escribió el venerado Papa Juan Pablo II en la encíclica Ecclesia de Eucharistia (cf. n. 5).
"Tomad, comed: este es mi cuerpo... Bebed de ella todos, porque esta es mi sangre" (Mt 26, 26-28). Las palabras de Jesús en el Cenáculo anticipan su muerte y manifiestan la conciencia con que la afrontó, transformándola en el don de sí, en el acto de amor que se entrega totalmente.
En la Eucaristía, el Señor se entrega a nosotros con su cuerpo, su alma y su divinidad, y nosotros llegamos a ser una sola cosa con él y entre nosotros. Por eso, nuestra respuesta a su amor debe ser concreta, debe expresarse en una auténtica conversión al amor, en el perdón, en la acogida recíproca y en la atención a las necesidades de todos. Numerosas y múltiples son las formas del servicio que podemos prestar al prójimo en la vida diaria, con un poco de atención. Así, la Eucaristía se transforma en el manantial de la energía espiritual que renueva nuestra vida de cada día y renueva así también el mundo en el amor de Cristo.
Ejemplares testigos de este amor son los santos, que han sacado de la Eucaristía la fuerza de una caridad activa y, a menudo, heroica. Pienso ahora sobre todo en san Vicente de Paúl, que dijo: "¡Qué alegría servir a la persona de Jesucristo en sus miembros pobres!". Y lo hizo con toda su vida. Pienso también en la beata madre Teresa, fundadora de las Misioneras de la Caridad, que en los más pobres de entre los pobres amaba a Jesús, recibido y contemplado cada día en la Hostia consagrada. Antes y más que todos los santos, la caridad divina colmó el corazón de la Virgen María. Después de la Anunciación, impulsada por Aquel que llevaba en su seno, la Madre del Verbo encarnado fue de prisa a visitar y ayudar a su prima Isabel.
Oremos para que todo cristiano, alimentándose del Cuerpo y de la Sangre del Señor, crezca cada vez más en el amor a Dios y en el servicio generoso a los hermanos.
Ángelus. Palabras del Papa Benedicto XVI, el domingo 25 de septiembre de 2005.
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La confesión Sacramental de pecados
Fuente: Defiende tu fe
Autor: Por Bob Stanley
¿Por qué debo Confesar mis Pecados a un Simple Hombre?
Es Dios quien perdona los pecados, y una vez perdonados, El deja de recordarlos.
→ Isaías 43:25, "Soy yo, soy yo quien, por tu amor a Mi, borro tus pecados, y no me acuerdo más de tus rebeldías. "
Sólo Dios perdona lo pecados.
→ Jeremías 31:34, "...porque les perdonaré sus maldades y no me acordaré más de sus pecados."
→ Ezequiel 18:22, "Todos los pecados que cometió no le serán recordados, en la justicia que obró vivirá;
→ Romanos 3:26, "En la paciencia de DIOS, para manifestar Su justicia en el tiempo presente y para probar que es justo y que justifica a todo el que cree en Jesús..."
→Hebreos 8:12, "Porque tendré misericordia de sus iniquidades, y de sus pecados jamás me acordaré."
Dios usa Sus sacerdotes como Sus instrumentos de reconciliación. El Nuevo Convenio del sacerdocio es prefigurado o 'tipeado' en muchos lugares del Antiguo Testamento. Aquí hay dos ejemplos del Antiguo Testamento de confesión a un sacerdote:
→ Levitico 5:5-6, "...el que de uno de estos modos incurre en reato, por el reato de uno de estos modos contraído confesará su pecado y ofrecerá al Señor por su pecado una hembra de ganado menor, oveja o cabra. Y el sacerdote le expiará de su pecado."
→ Levitico 19:20-22, "Si alguno yaciere con mujer esclava desposada a otro, no rescatada ni puesta en libertad, castígueseles, no con la muerte, pues ella no era libre. Ofrecerá con su pecado el hombre ante el Señor a la entrada del tabernáculo de la reunión, un carnero en sacrificio de expiación. El sacerdote hará por él . . .la expiación ante el Señor por el pecado cometido, y le será perdonado."
Los profetas en el Antiguo Testamento hablaron en Nombre de DIOS, en primera persona. Aquí hay un ejemplo...
→ Deuteronomio 18:18-19, "Yo les suscitaré de en medio de sus hermanos un profeta como tú, pondré en su boca mis palabras y él les comunicará todo cuanto Yo le mande. A quien no escuchare las palabras que él dirá En Mi Nombre , Yo Mismo le pediré cuentas."
A los sacerdotes se les ha dado el ministerio de la reconciliación. Ellos interceden ante DIOS por el perdón para el pecador. El sacerdote es meramente un instrumento de DIOS. Como una analogía, piensa en DIOS como el Saneador Supremo, El Cirujano Maestro. El removerá el cáncer del pecado de nuestra alma, usando a uno de Sus sacerdotes como el escalpelo.
Este ministerio dado por Dios es mostrado en forma muy clara en la Santa Escritura:
→ Mateo 16:19, cuando Jesús dió poder y autoridad a Pedro, "Yo te daré a ti las llaves del reino de los cielos, y cuanto tú atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto tú desatares en la tierra será desatado en los cielos."
→ Mateo 18:18, Jesús le dió poder a todos los Apóstoles, "Amen En verdad os digo, cuanto ustedes atáreis en la tierra será atado en el cielo, y cuanto ustedes desatáreis será desatado en el cielo."
→ Juan 20:21-23, "Díjoles otra vez, 'La Paz sea con vosotros. Como me envió Mi Padre, así os envío Yo'. Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos'."
→ Mateo 10:40, "El que os recibe a vosotros a Mi me recibe, y el que me recibe a Mi, recibe Al que me envió."
→ Lucas 22:29-30, "Y yo dispongo del reino en favor vuestro como Mi Padre ha dispuesto de él en favor mío, para que vosotros comáis y bebáis a mi mesa en Mi Reino; y os sentéis sobre tronos como jueces de las doce tribus de Israel."
Claramente, los Apóstoles recibieron la autoridad de expiar pecados, o atarlos, en la persona de Cristo. Cómo podrían ellos llevar esto a cabo si no saben cuales pecados perdonar? El pecador debe confesar sus pecados como ya se ha mostrado. Los Apóstoles obviamente no vivirían para siempre, y el pecado siempre estará con nosotros, así es como pasaron la autoridad a otros.
→ 2Corintios 2:10, "Y al que vosotros algo perdonéis, también le perdono Yo, pues lo que Yo perdono, si algo perdono, por amor vuestro lo perdono, "En la presencia de Cristo."
El sacerdote dice en el confesionario, " Yo te absuelvo de tus pecados." El sacerdote está actuando "en Personna Christi", es decir en la persona de Cristo. Si el sacerdote está actuando en la persona de Cristo, entonces es Cristo a quien le confiesas tus pecados. Es solamente Cristo quien los perdona. Como se mencionaba anteriormente, los profetas del Antiguo Testamento hablaban en el nombre de Dios. Ellos hablaban "En la persona de Dios". Los sacerdotes del Nuevo Convenio hablan "En la persona de Cristo"
Dios no cambia nunca;
El Nuevo Testamento yace escondido en el Antiguo y el Antiguo Testamento está revelado en el Nuevo.
Cristo , El Supremo Sacerdote de la Nueva Convención ordenó a los Apóstoles a continuar Su misión sacerdotal. Santiago 5:14-16, (14) "Alguno entre vosotros enferma? Haga llamar a los presbíteros (sacerdotes) de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor; (15)y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará, y los pecados que hubiere cometido le serán perdonados. (16) Confesaos, pues, mutuamente vuestras faltas y orad unos por otros para que os salvéis. Mucho puede la oración fervorosa del justo."
S an Santiago nos enseña que debemos acudir a los "sacerdotes" y no a cualquiera, para ser "ungidos", y para el perdón de los pecados. Primero nos dice que vayamos a los presbíteros, o sacerdotes, en 14. Versículo 16 continúa con la palabra "por lo tanto", la palabra es una conjunción que conecta el versículo 16 de vuelta a los versículos 14 y 15. Es a los sacerdotes que San Santiago nos dice que confesemos nuestros pecados.
Yo creo, Señor; en Ti
que eres la Verdad Suprema.
Creo en todo lo que me has revelado.
Creo en todas las verdades
que cree y espera mi Santa Madre
la Iglesia Católica y Apostólica.
Fe en la que nací por tu gracia,
fe en la que quiero vivir y luchar
fe en la que quiero morir.
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En la Trinidad Santísima.
43. En la Trinidad Santísima. Cómo nos habla Pablo
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano
Les invito, amigas y amigos, a que cuenten las veces que se nos saluda en la Iglesia con estas palabras:
"La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre, y la comunión del Espíritu Santo estén con ustedes".
¿Cuántas veces lo oímos?... ¿Y sabemos de quién son estas palabras?
Pues…, se las debemos a nuestro querido San Pablo, que así se despide de los Corintios (2Co 13,13)
Y empezamos con una pregunta: ¿Qué pensaba Pablo de la Santísima Trinidad?
Parecería fácil la respuesta, pero no resulta tan sencilla. Pensemos que Pablo era un judío acérrimo. Para él, no había más que un solo Dios, Yahvé y nadie más.
¿Y que le vengan ahora los de esa secta del Crucificado a decirle que Jesús es el Hijo de Dios, y Dios como su Padre? ¿Y que hablen de un Espíritu Santo, que también es Dios?...
A un judío tradicional esto no le entraba por nada en la cabeza. Por eso entregaron a Jesús, por blasfemo, porque se hacía pasar como Hijo de Dios y Dios como su Padre. Por eso apedrearon a Esteban, porque aseguró que veía a Jesús a la derecha de Dios, es decir, Dios también como Yahvé.
¿Cómo vino Pablo a saber que Jesús era Dios, y el Espíritu Santo también? Fue por iluminación clarísima de Dios. Al ver a Jesús que se le aparecía glorioso ante las puertas de Damasco, no lo dudó un instante: ¡Es el Hijo de Dios, y es Dios! Al recibir el bautismo tres días después, oye que le dice Ananías, el enviado de Dios: "Vengo para que te llenes del Espíritu Santo".
A partir de ahora, sabe Pablo muy bien que Yahvé, el Dios de Israel, tiene un Hijo que es Dios, Jesucristo. Y sabe también que en Yahvé hay otra Persona divina, que se llama el Espíritu Santo.
¿Cómo hablará Pablo de las tres divinas Personas, qué dirá de cada una de ellas?
Sin hacer teología, siempre hablará del mismo y único Dios. Pero Pablo irá atribuyendo al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo lo que cada una de las tres Personas ha hecho y hace en la obra de la salvación y santificación de los hombres.
El Padre es el Dios todo en todas las cosas. (1Co 15,28)
Jesús, el Hijo, es el Dios bendito por los siglos (Ro 9,5) El Espíritu Santo es, dentro del mismo Dios, el único que sondea las profundidades infinitas de Dios (1Co 2,10)
¿Y qué hace el Padre por nuestra salvación? "Por el inmenso amor que nos tuvo" (Ef 2,4), "envió a su Hijo, nacido de una Mujer", de María, con la cual únicamente comparte su paternidad divina (Gal 4,4). Y nos lo dio de tal manera, "que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros" (Ro 8,32)
¿Qué hace para salvarnos Jesús, el Hijo de Dios? Cada uno en particular repite con Pablo: "¡Que me amó y se entregó a la muerte pro mí!" (Gal 2,20)
¿Qué hace el Espíritu Santo?... "Se nos ha dado, y por él se ha derramado el amor de Dios en nuestros corazones" (Ro 5,5)
Qué preciosidad de obra la del Dios Trinidad, tal como nos la describe San Pablo en sólo un par de líneas:
Es Dios, el Padre, quien nos da toda la fuerza en Cristo, su Hijo, y nos marca en nues-tros corazones con el sello de su Espíritu (2Co 1,21-22)
El Padre nos comunica toda su vida, y por eso somos sus hijos; lo hace el Padre mediante Jesucristo, en quien habita la plenitud de la Divinidad; y sella y garantiza su vida en nosotros para la eternidad con las arras del Espíritu Santo.
Tenía mucha razón aquel gran Papa y Doctor de la antigüedad cristiana, San León Mag-no, cuando se dirigía al bautizado:
"¡Reconoce, cristiano, tu dignidad!". No encontrarás a nadie más grande que tú en la redondez del mundo.
Entre tantas veces que Pablo nos trae en sus cartas a las Tres Divinas Personas, podemos escoger una de singular valor:
"El Espíritu Santo se une a nuestro propio espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Ro 8,16-17)
Aquí encontramos la mística de lo que es en nosotros la Santísima Trinidad.
Nos encontramos, ante todo, con el Padre que nos ama, y, porque nos ama, nos manda su Hijo a nuestros corazones. Con Él nos da su Vida y todas sus riquezas. Con el Hijo que el Padre nos ha dado y vive dentro de nosotros, tenemos expedito el camino que nos conduce al Padre y hallamos abierta la puerta del Dios que nos espera.
Jesucristo nos pasa a nosotros todos sus derechos de Hijo de Dios; nos comunica la Vida de su Padre Dios que Él posee en plenitud; nos hace herederos de su misma Gloria. Jesús es el Hijo Primogénito de Dios, y nosotros, sus hermanos, hijos también de Dios.
El Espíritu Santo, Espíritu del Señor Jesús, está muy metido en nosotros, invadiendo todo nuestro ser, y asegurándonos que sí, que tengamos fe y esperanza, porque Él mismo sale garante de que somos hijos de Dios. Es el Espíritu quien nos hace gritar cuando nos dirigimos a Dios: ¡Abbá, Padre, Papá!
Es el Espíritu Santo quien inspira nuestra oración y quien nos llena de anhelos celestiales y divinos. Y será el Espíritu Santo, concluye Pablo, quien, después que ha resucitado a Jesús de en-tre los muertos, nos resucitará también a nosotros, sacándonos de nuestros sepulcros para la gloria inmortal (Ro 8,11)
San Pablo no se mete a hacer teologías sobre la Santísima Trinidad. Pero lo que nos dice de Ella - y la cita en un montón de pasajes de sus cartas - no cansa el leerlo, el meditarlo, el asimilarlo como lo más dulce, tierno y subido de la vida cristiana.
¡Trinidad Santísima!, la Trinidad que Pablo nos enseña. Ven y vive en los hijos que tienes en la tierra, y que no pueden con las ganas que sienten de gozarte allá arriba, donde Tú los esperas a todos…
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martes, noviembre 25, 2008
María, la Virgen pura
María, la Virgen pura
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Marcelino de Andrés L.C
Siempre me ha hecho reflexionar mucho aquella bienaventuranza de Cristo:
Bienaventurados los puros de corazón, porque ellos verán a Dios.
¿Qué tendrá que ver la pureza con la vista? Desde luego, con la vista corporal quizá no tenga que ver apenas nada. Pero seguramente mucho con la vista espiritual. Porque está claro que a Dios no se le puede ver con los ojos de la carne, pero sí con los del espíritu, con los del corazón, que son la fe y el amor. Sólo cuando el alma es pura y cristalina está en condiciones de poder ver y contemplar a Dios. Sólo en un corazón puro -escribía San Agustín- existen los ojos con que puede Dios ser visto.
Me imagino que Cristo al formular esta bienaventuranza tenía en mente a su Madre. Ella era la creatura más pura que jamás ha existido y existirá. El corazón de María era como un mar de gracia profundo, cristalino y transparente. Nadie como Ella de pura.
Bien lo dijo San Ambrosio: Quién es más noble que la madre de Dios? ¿Quién más espléndida que aquella que fue elegida por el mismo Esplendor? ¿Quién más pura que la que generó una creatura sin contacto físico alguno? Ella era virgen pura no sólo en el cuerpo, sino también en el alma.
Se ha dicho siempre que los ojos son las ventanas del alma. Es cierto. A través de ellos se puede mirar al interior de otra persona. Por eso, mirando a los ojos a María podremos ver y apreciar la pureza inmaculada de su alma.
Los ojos de María. ¡Quién pudiera haberlos visto realmente tan siquiera una vez, aunque fuera por un instante! Sólo a algunos privilegiados les tocó. Nosotros hemos de contentarnos con verlos desde la fe o con soltar un poco nuestra imaginación para hacernos una idea de cómo eran.
Los ojos de María.
Ojos hermosos, agradables, con esa belleza natural que no necesita de mejunjes ni postizos para ser encantadores.
Ojos sencillos, de esos que no saben mirar a los demás desde arriba.
Ojos bondadosos, que nunca se han desfigurado con guiños de ira o de odio.
Ojos sinceros, que no han aprendido a mentir; testigos de un interior sin sombra de doblez.
Ojos atentos a las necesidades ajenas y distraídos para fijarse y molestarse por sus defectos.
Ojos comprensivos y misericordiosos que, ante pecadores y malhechores, se transforman en manos abiertas que ofrecen la gracia a raudales.
Como los describen aquellos en versos de Pemán: A Tus ojos, luz de aurora / sobre el desierto frío. / Tu mirada, rocío / sobre la dura arcilla pecadora. Esos ojos cuya mirada Judas evitó al salir del cenáculo la noche de la traición... Esa misma mirada que a Dimas, en el Calvario, llevó a la conversión y al paraíso...
Ojos de mujer que reflejan nítidamente un alma preciosa, adornada de humildad, de bondad, se sinceridad, caridad, de comprensión y misericordia. Los ojos de María. Los ojos de un alma en gracia. Verdaderas ventanas al cielo. Porque cielo era toda su alma.
Ojos que pueden llorar y cuyas lágrimas al caer en la tierra, obran portentos también en el cielo. Bien comprendió esto aquel poeta que le rezaba a la Virgen: Tus lágrimas son las perlas / que compran mi salvación. / Jesús me perdona al verlas. / Son sangre del corazón / que se derrama al verterlas. Y es que de unos ojos así sólo pueden salir lágrimas cargadas de la omnipotencia del amor de quien es Madre de Dios y mediadora de toda gracia.
Los ojos de María, cuya penetrante y dulce mirada todo lo puede. Cuántos indiferentes se han visto interpelados por el brillo de pureza de esos ojos inocentes. Cuántos orgullosos han caído rendidos a sus plantas, desarmados por la mansedumbre que traslucen sus pupilas. Cuántos ánimos frágiles ante el mal se han armado de bravura y han vencido al tentador al recordar que Ella les miraba.
Cuántas veces la sola mirada de María fue sin duda bálsamo sobre el desgarrado corazón de algún vecino atribulado. Cuántas fue fuente de paz y consuelo que barrió de angustias el interior de algún contrariado pariente. Cuántas, esos luceros de su rostro, fueron luz cálida, manto que arropó de piedad e intercesión las almas atenazadas por el frío del pecado. Y cuántas siguen siendo aún todo eso y más para muchos de nosotros.
El ver las estrellas / me cause enojos, / pero vuestros ojos /más lucen que ellas, escribió con tino Lope de Vega. Es sumamente consolador saber que tendremos toda la eternidad para contemplar, sin cansancio ni aburrimiento, los hermosos ojos de María. Asomarse a ellos es asomarse a la maravilla más excelsa salida de las manos de Dios.
María fue su obra maestra. En Ella el Creador se lució. Ella es, en palabras de Pio IX, Aun inefable milagro de Dios; es más, es el más alto de todos los milagros y digna Madre de Dios. Pablo VI la describe como Ala mujer vestida de sol, en la que los rayos purísimos de la belleza humana se encuentran con los sobrehumanos, pero accesibles, de la belleza sobrenatural. Sin embargo, no hay que esperar a llegar al cielo para recrearnos en su contemplación.
Podemos desde ahora, con la fe, mirar sus ojos y sostener su mirada portentosa.
Pero me temo que muchos de nosotros somos incapaces de sostener una mirada tan luminosa. Nos molesta el chorro de luz que el alma pura de María despide a través de sus ojos y de todo su ser. Nuestras pupilas, tan acostumbradas quizá a las oscuridades de la impureza y del pecado, no soportan semejante claridad. A lo mejor no queremos que esa mirada materna desenmascare y purifique nuestra alma llena de barro. Porque no estamos dispuestos a dejar que en ella penetre la gracia de Dios y la limpie y la ordene y la santifique.
Todo eso cuesta mucho. El precio de la pureza es elevado, sólo las almas ricas pueden pagarlo. Ricas en amor, en generosidad, en desprendimiento de sí y de los placeres desordenados.
Sólo esas almas disfrutarán ya en la tierra del gozo espiritual incomparablemente más sublime, profundo y duradero que el más refinado placer corporal. Sólo ellas experimentarán la libertad interior del que no está encadenado por los instintos del cuerpo. Y sólo ellas gozarán de la bienaventuranza de la visión de Dios por toda la eternidad.
María ha sido la creatura más pura y por eso también la más auténticamente feliz y satisfecha, la más libre de espíritu, la mejor dispuesta para ver a Dios y saborear esa deliciosa visión con una intensidad inigualable.
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Una amistad que no se paga a ningún precio
Una amistad que no se paga a ningún precio
Fuente: Virtudes y Valores
Autor: Juan Alejandro Palacios, L.C.
"El amigo es aquel que es como otro yo" (Cicerón, De Amicitia, 21,8) En el mar las tormentas son dueñas del pánico, mucho más si ocurren durante la noche: no se ven estrellas, ni luna, ni luces en la costa que puedan orientar al angustiado pescador. En cierta ocasión un padre de familia, que era pescador, navegó con sus hijos a unas cuantas millas de la costa mar adentro para pescar lo que sería el sustento familiar del día siguiente. Su pensamiento se dirigía a su esposa quien los esperaba ansiosa en el jardín de la casa familiar la cual no distaba mucho de la playa. Entró la noche y con ella la tormenta, la esposa, al ver que su esposo y sus hijos no regresaban a tierra y presintiendo algo terrible que hubiera acabado con su razón de ser madre y esposa, tomó una mecha empapada en aceite, le prendió fuego y la lanzó al techo de la casa familiar, en pocos instantes la casa se convirtió en una hoguera que subía hacia al cielo, ¡qué locura! ¡Bendita locura de una madre que ama! El padre con sus hijos, al ver la hoguera supieron dónde se encontraban -ya que la borrasca y la oscuridad los había desorientado y esa noche no hubieran regresado a casa-, pudieron bregar hacia la costa y encontrar a una madre que los esperaba como lo más grande de su vida, ese otro yo del que habla Cicerón que era lo más importante. Una familia donde la amistad no se pagaba a ningún precio.
¿Quién no se ha interrogado sobre una posible definición de amistad? Algunos con talento práctico habrán esculcado las páginas de cualquier diccionario para dar con la respuesta, otros más pragmáticos hubieran navegado en Internet tratando de pescar la respuesta a su duda. Quizá el de menor interés habrá preguntado a su maestro de valores o a sus amigos. Pero ¿cómo conocer la verdadera "amistad"? Amistad con los empleados de mi empresa, con los amigos de clase, con los amigos de mis amigos… Algunos opinan que la amistad es una verdadera interacción de cualidades y pareceres semejantes entre dos personas, es verdadera porque está llena de confianza. ¿Y qué tiene que ver la familia en este asunto? Hay hermanos que no son amigos, esposos que no se tienen confianza, primos que no se conocen… no hay amistad. En la familia la amistad es el eslabón que une todas las características propias de la misma.
San Pablo, que no investigaba en diccionarios, ni mucho menos accedía a internet, pero que sí era un hombre con mucho sentido común escribió a los Efesios: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella", "El que ama a su mujer se ama a sí mismo", "y la mujer, que respete a su marido", "Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo", una serie de consejos de cómo vivir cristianamente el matrimonio y, en consecuencia la vida familiar, para aquellas personas que años atrás no conocían absolutamente nada a cerca de Cristo.
Y es que es de sentido común, para cualquier persona, que el matrimonio no debe ser un negocio o una simple unión de palabras en aquella hermosa y recordada ceremonia donde se prometieron amor eterno y sellaron una alianza en la entrega de los anillos; más que eso el matrimonio, sobre el que se va a fundar una nueva familia, debía estar marcado desde un inicio con el sello de la amistad: respeto, amor que se demuestra en la ternura y en el cariño, sinceridad, comprensión entre los esposos y de los esposos con los hijos, en definitiva: una familia donde los integrantes no son padres, ni madres, ni hermanos, sino algo más que eso: amigos porque el amigo comprende, el amigo corrige, el amigo comparte las angustias y pesares así como los éxitos; en una auténtica familia donde verdaderamente hay amistad, los éxitos de uno son los éxitos de todos, donde el dolor de uno es el dolor de todos.
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De la fe al amor
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual LC
San Agustín decía que cuando uno se aparta de la fe se aleja de la caridad, pues no podemos amar lo que no sabemos si existe o no existe. En otras palabras, desde la fe reconocemos y aceptamos a otros en su bondad, en sus valores y riquezas personales, y sólo a partir de esta aceptación podemos amarlos (cf. De doctrina christiana I, 37, 41).
En muchos corazones se vive una crisis de amor. No hay capacidad de darse, de pensar en los demás, de salir de uno mismo para servir, para dar. Esta crisis de amor es consecuencia de una crisis de fe. Quizá nos faltan ojos para descubrir en cada hombre, en cada mujer, la presencia del Amor de Dios, un Amor que dignifica cualquier existencia humana.
Es verdad que algunas malas experiencias en el trato con otros nos hacen desconfiados, precavidos, "prudentes". No resulta nada fácil ofrecer nuestro tiempo o nuestro afecto a alguien que nos puede engañar o tal vez podría llegar a darnos una puñalada por la espalda. Pero más allá de esos puntos negros que nos hacen desconfiados ante los extraños, existe la posibilidad de renovar la fe y de abrir ventanas al mucho bien presente en los otros.
Además, cientos de hombres y mujeres que caminan a nuestro lado nos miran con fe, con afecto, confían en nosotros. A veces lo hacen por encima de algunas faltas que hayamos podido cometer contra ellos. Su mirada nos dignifica, nos hace redescubrir esos valores que hay en nosotros, ese amor que Dios nos tiene, también cuando somos pecadores. ¿No vino Cristo a buscar a la oveja perdida? ¿No hay fiesta en el cielo por cada hijo lejano que vuelve a casa?
Hemos de pedir, cada día, el don de la fe. Una fe que nos permita crecer en el amor. Una fe que sea entrega, lucha, alegría, a pesar de los fracasos. Fe en el esposo o la esposa, fe en los hijos, fe en el socio de trabajo, fe en quien busca romper el ciclo de la corrupción con un poco de honradez. Hay que renovar esa fe que nos lleve a crecer en el amor.
Es cierto que en el cielo ya no hará falta tener fe. Pero ahora, mientras estamos de camino, la fe nos hace mirar más allá, más lejos, más dentro. Nos permite vislumbrar que el amor es más fuerte que el pecado y las miserias de los hombres. Nos permite entrar en un mundo de bondades que hacen la vida hermosa y que nos preparan para recibir el don del paraíso, el don del amor eterno del Dios Padre nuestro.
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Oasis para el hombre y para Dios
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual
No aparecen en la prensa, ni se ven por la calle, ni mueven multitudes, ni organizan conferencias famosas. No tienen armas, ni riquezas, ni poder. Son simplemente hombres y mujeres que han descubierto un tesoro, el mayor bien de la vida: Dios.
Los contemplativos son una pequeña, preciosa multitud en la Iglesia. Los datos publicados en 2008 por la Congregación para los institutos de vida consagrada hablan de más de 12800 monjes y de alrededor de 48500 religiosas que viven su entrega a Dios y a sus hermanos en los monasterios.
Para los ojos del mundo, los contemplativos son personas alejadas de la economía real, ajenas al frenesí de la técnica, libres de las preocupaciones de la "gente común". No faltan quienes ignoran o desprecia lo que hacen, lo que viven, lo que rezan los monjes y las monjas de clausura. Pero más allá de los juicios humanos, de un modo muchas veces oculto y sencillo, los monasterios son uno de los lugares más fecundos, más ricos, más poderosos del planeta.
Sí, poderosos, porque tienen a Dios, porque han encontrado una perla preciosa, porque la ofrecen a sus hermanos desde el amor hecho oración y servicio.
Sí, poderosos, porque son capaces de detener batallas, de mover corazones, de atraer conversiones, de despertar conciencias, de suscitar amor, fe y esperanza entre los hombres.
Sí, poderosos, porque buscan con todas sus energías y su corazón al Esposo, al Amor que explica el origen del mundo, la creación del hombre, la maravilla de la vida en Cristo.
Valen para todos los monasterios del mundo estas palabras del Papa Benedicto XVI: "Que los monasterios puedan cada vez más ser un oasis de vida ascética, donde se percibe la fascinación de la unión esponsal con Cristo y donde la elección del Absoluto de Dios está envuelta en un constante clima de silencio y de contemplación" (20 de noviembre de 2008).
Quienes han podido llamar a la puerta de un monasterio, quienes han podido hablar con las almas que viven allí su vocación cristiana, saben que se toca, se percibe, se siente algo especial. Algo que el mundo no tiene, ni conoce, ni ofrece, pero que necesita ansiosamente. Algo que viene desde las fuentes del Evangelio, porque cada contemplativo existe y vive desde Cristo y para Cristo. Y en Cristo y por Cristo irradia un fuego y una dicha en los corazones de tantos millones de hombres y mujeres hambrientos de alegrías y de amor sincero.
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lunes, noviembre 24, 2008
Jesucristo, Rey del hogar
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García, Misionero Claretiano
Jesucristo es el Rey del hogar.
Y comenzamos con una anécdota de hace ya muchos años, pues se remonta a Septiembre de 1907, cuando un sacerdote peruano, el santo misionero Padre Mateo, se presentaba ante el Papa San Pío X, que estaba ante la mesa de su escritorio, entretenido en cortar las hojas de un libro nuevo que acababa de llegarle.
- ¿Qué te ha pasado, hijo mío? Me han dicho que vienes de Francia...
- Sí, Santo Padre. Vengo de la capilla de las apariciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María. Contraje la tuberculosis, y, desahuciado de los médicos, fui a la Capilla a pedir al Sagrado Corazón la gracia de una santa muerte. Nada más me arrodillé, sentí un estremecimiento en todo mi cuerpo. Me sentí curado de repente. Vi que el Sagrado Corazón quería algo de mí. Y he trazado mi plan.
El Papa San Pío X aparentaba escuchar distraído, sin prestar mucha atención a lo que le decía el joven sacerdote, que parecía un poco soñador.
- Santo Padre, vengo a pedir su autorización y su bendición para la empresa que quiero iniciar.
- ¿De qué se trata, pues?
- Quiero lanzarme por todo el mundo predicando una cruzada de amor. Quiero conquistar hogar por hogar para el Sagrado Corazón de Jesús.
Entronizar su imagen en todos los hogares, para que delante de ella se consagren a Él, para que ante ella le recen y le desagravien, para que Jesucristo sea el Rey de la familia. ¿Me lo permite, Santo Padre?
San Pío X era bastante bromista, y seguía cortando las hojas del libro, en aparente distracción. Ahora, sin decir palabra, mueve la cabeza con signo negativo. El Padre Mateo se extraña, y empieza a acongojarse:
- Santo Padre, pero si se trata de... ¿No me lo permite?
- ¡No, hijo mío, no!, sigue ahora el Papa, dirigiéndole una mirada escrutadora y cariñosa, y pronunciando lentamente cada palabra: ¡No te lo permito! Te lo mando, ¿entiendes?... Tienes mandato del Papa, no permiso. ¡Vete, con mi bendición!
A partir de este momento, empezaba la campaña de la Entronización del Corazón de Jesús en los hogares. Fue una llamarada que prendió en todo el mundo. Desde entonces, la imagen o el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús ha presidido la vida de innumerables hogares cristianos. Jesucristo, el Rey de Amor, desde su imagen bendita ha acogido súplicas innumerables, ha enjugado torrentes de lágrimas y ha estimulado heroísmos sin cuento.
¿Habrá pasado a la historia esta práctica tan bella? Sobre todo, y aunque prescindamos de la imagen del Sagrado Corazón, ¿dejará de ser Jesucristo el Rey de cada familia?...
Hoy la familia constituye la preocupación mayor de la Iglesia y de toda la sociedad en general.
Porque vemos cómo el matrimonio se tambalea, muchas veces apenas contraído.
El divorcio está a las puertas de muchas parejas todavía jóvenes.
Los hijos no encuentran en la casa el ambiente en que desarrollarse sanamente, lo mismo en el orden físico que en el intelectual y el moral.
Partimos siempre del presupuesto de que la familia es la célula primera de la sociedad. Si esa célula se deteriora viene el temido cáncer, del que de dicen que no es otra cosa sino una célula del cuerpo mal desarrollada.
Esto que pasa en el orden físico, y de ahí tantas muertes producidas por el cáncer, pasa igual en el orden social. El día en que hayamos encontrado el remedio contra esa célula que ya nace mal o ha empezado a deformarse, ese día habremos acabado con la mayor plaga moral que está asolando al mundo.
Todos queremos poner remedio a las situaciones dolorosas de la familia.
Y todos nos empeñamos cada uno con nuestro esfuerzo y con nuestra mucha voluntad en hacer que cada casa llegue a ser un pedacito de cielo.
¿Podemos soñar, desde un principio, en algún medio para evitar los males que se han echado encima de las familias?
¿Podemos soñar en un medio para atraer sobre los hogares todos los bienes?..
¡Pues, claro que sí! Nosotros no nos cansaremos de repetirlo en nuestros mensajes sobre la familia. Este medio es Jesucristo.
Empecemos por meter a Jesucristo en el hogar.
Que Cristo se sienta invitado a él como en la boda de Caná.
Que se meta en la casa con la libertad con que entraba en la de los amigos de Betania.
Que viva en ella como en propia casa, igual que en la suya de Nazaret... Pronto en ese hogar se notará la presencia del divino Huésped y Rey de sus moradores. En el seno de esa familia habrá paz, habrá amor, habrá alegría, habrá honestidad, habrá trabajo, habrá ahorro, habrá esperanza, habrá resignación en la prueba, habrá prosperidad de toda clase.
Jesucristo, Rey universal, ¿no es Rey especialmente de la Familia?... Acogido amorosamente en el hogar, con Él entrarán en la casa todos los bienes....
Hoy que celebramos la Solemnidad de Cristo Rey, que sea para nosotros la gran fiesta que nos ayude a que Cristo sea nuestro Rey.
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Pablo, ¡qué apóstol!
42. Pablo, ¡qué apóstol! Cómo se retrata a sí mismo
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano
En la segunda carta de San Pablo a los de Corinto hay un pasaje curioso y lleno de mordaz ironía:
Van diciendo mis enemigos que no tengo elocuencia. A lo mejor tienen razón. Pero, ¿carezco de ciencia, o sé más que todos esos superapóstoles? ¿Me creen ustedes inferior a esos superapóstoles, o es que son ellos unos apóstoles falsos?... (2Co 11,5; 12,11)
Por dos veces usa Pablo la palabra "superapóstoles", cargada de terrible malicia. A esos sus enemigos los describe ahora con un párrafo terrible:
"Esos tales son unos falsos apóstoles, unos trabajadores engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y nada tiene de extraño, porque el mismo Satanás sabe disfrazarse de ángel de luz. Por tanto, no es mucho que sus ministros se disfracen también de ministros de santidad. Pero su fin será conforme a sus obras" (2Co 11,13-15)
Sus enemigos, los judaizantes, no lo soportaban.
Después de los judaizantes vendrán otros que se recomerán de envidia ante la figura enorme de aquel Saulo perseguidor, convertido en el Pablo admirado por todas las Iglesias. Por pura rivalidad predicarán también de Jesús, sólo para ser alabados ellos mientras Pablo se está consumiendo en su prisión romana.
Pero Pablo, al saberlo, escribirá gozoso:
Y a mí, ¿qué me va?
Según me dicen, algunos van predicando por ahí a Cristo llevados por la envidia y con ganas de llenarme de celos aquí en mi prisión.
¡Qué poco me conocen esos tales! ¿A mí qué me importa su intención tan torcida?
A mí lo que me interesa, lo que me alegra y me seguirá alegrando, es que Cristo sea anunciado de una manera u otra.
¿Lo hacen algunos con hipocresía? ¡Allá ellos! "Son muchos los que buscan su propio interés, y no el de Cristo Jesús"...
Mis colaboradores, al revés, ¿lo hacen con gran amor y llenos de celo santo, con sinceridad y valentía?... ¡Benditos sean!... (Flp 1,14-18; 2,21).
Estos desahogos de Pablo nos hacen pensar mucho en su apostolado tan singular, en su espíritu gigante, en su generosidad inmensa.
Lo que resulta más curioso es que Pablo, para demostrar la legitimidad y eficacia de su apostolado, no recurre ante sus enemigos al fruto que ha producido en todas partes.
La prueba que da, precisamente en esta segunda carta a los de Corinto, son las persecuciones que ha tenido que sufrir en todas partes. Su manera de pensar, es bien sencilla. Como si dijera:
¿Saben todos ustedes cómo nos salvó el Señor Jesús? Con la cruz, y nada más...
¿Saben cómo hemos de salvar nosotros al mundo, como ministros de Jesús? Con nuestra cruz, y nada más.
Hemos de hacer por la salvación del mundo lo que el Señor Jesús ya no puede hacer ahora: sufrir.
Sus apóstoles hemos de llevar en nuestra propia carne por la Iglesia los padecimientos que le faltan a la pasión del Señor, que la continúa en nosotros (Col 1,24-25)
Lo demás, mentira. Si no hay sacrificio, no hay apostolado valedero.
¿Qué pensaríamos si hablara así Pablo?
¡Pues, así es como habla!
Y, con el fin de probar sus palabras, pasa de la teoría a los hechos. Para dejar mutis a sus enemigos -dice-, "no tengo más remedio que hacer el loco, y contar lo que debiera tener callado". Aguántenme, porque se lo digo.
Y viene el párrafo famoso, que tantas veces hemos leído:
¿Quieren saber lo que me ha tocado en la vida?
Apenas empecé a predicar en Damasco, el representante del rey Aretas tenía puesta guardia en la ciudad con el fin de prenderme. Por una ventana, y metido en una espuerta, me descolgaron muro abajo, y así escapé de sus manos.
Me he visto en muchos más trabajos que esos mis adversarios, los cuales se tienen por apóstoles tan grandes.
Metido en cárceles, mucho más que ellos. Muchísimos más azotes. Muchas veces, en pe-ligros de muerte.
Cinco veces recibí de los judíos mis paisanos los treinta y nueve azotes; aparte de las cinco veces que recibí los azotes con varas de los lictores romanos.
Una vez, en Listra, fui apedreado y dejado por muerto.
Naufragué tres veces; y hubo ocasión en que pasé un día y una noche en alta mar.
He hecho frecuentes viajes cansadísimos, con ríos caudalosos.
Me he visto en peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos.
Trabajos y fatigas, sin cuento; muchas veces, noches sin dormir.
He pasado hambre y sed; muchos días sin comer; he aguantado frío y desnudez.
Y todo esto, aparte de otras cosas, como es mi responsabilidad diaria y la preocupación por todas las iglesias. (2Co 11,23-33)
Esto lo escribía Pablo el año 57. Le faltaban diez años para morir, y no figuran en el anterior cuadro las dos prisiones de Cesarea y de Roma, de dos años cada una; el naufragio espantoso que dio con él en las costas Malta; la cárcel última de la cual salió para la muerte, y quién sabe cuántas aventuras más…
¿Le falta alguna cosa a Pablo para presentarnos una vida verdaderamente legendaria?...
Y todo por Jesús, por el Señor Jesús.
El Señor, cuando se apareció a Ananías en Damasco y le mandó ir a visitar a Pablo y bautizarlo, le dijo aquellas palabras:
"Yo le mostré cuánto tendrá que padecer por mi nombre".
A nosotros nos viene a la memoria lo del anciano Simeón a María:
"Y a ti, una espada te atravesará el alma".
Está visto, el Señor que salvó al mundo por la Cruz, no tiene otro sistema con sus grandes elegidos.
Pablo se reía de sus enemigos a los que llamaba irónicamente "superapóstoles".
Esta palabra que se inventó él para ridiculizar a sus adversarios, nosotros la hacemos nuestra y se la aplicamos a Pablo para decirle que sí:
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Con María, el día de su presentación en el Templo
Con María, el día de su presentación en el Templo
Fuente: Catholic.net
Autor: María Susana Ratero
Al meditar sobre tu vida, Madre querida, nos queda siempre en el alma alguna enseñanza, un prudente consejo, un camino...
Este 21 de noviembre la Santa Iglesia festeja el día en que, pequeñita, fuiste presentada en el Templo.
Por más que intento, Madrecita, no puede descubrir mi corazón una enseñanza en esta parte de tu vida. Me quedo en oración. Acabo de recibir a tu Hijo bajo la apariencia de pan. Así, mi corazón hecho pregunta se postra ante ti.
Enséñame, Madre...
Me abrazas el alma y siento que te acompaño en tan hermoso día.
Vas llegando al Templo de la mano de tus padres. La mano de Joaquín te llena de fuerza y confianza. La de Ana te sostiene un equipaje de amor, besos y abrazos para que te acompañe en el viaje trascendental que emprendes.
Con tu inocencia, jamás perdida, y tu ternura, exquisitamente multiplicada en años venideros, vas acercándote al lugar del que tanto te han hablado y vas aprendiendo a abrazarte al Dios eterno que conociste de la boca de tus amados padres.
Por estas cosas de la imaginación una María mamá, tal como me la recuerda la imagen de la Parroquia, me acompaña a descubrir a una María niña.
Vamos subiendo las escalinatas... Al llegar al último escalón distingo, a una prudente distancia un personaje conocido...
¡ Madre! ¿Acaso esa mujer que está allí, observando de lejos es... ?
-Si, hija, es Ana, la profetisa.
Claro, según dice la Escritura: "... casada en su juventud, había vivido siete años con su marido. Desde entonces había permanecido viuda y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones" (Lc 2, 36-37)
Ana... quien años más tarde hablaría "... acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén"...(Lc 2,38)
Ana... mira a esta niña de ojos dulces, belleza serena y sonrisa de cielo.
Ana... guarda ese rostro en su corazón, pues el rostro de María es inolvidable.
Me descubro nuevamente arrodillada en la Parroquia. Te miro con el alma, María, y descubro de tu mano la enseñanza. Simple y profunda. Simple como una mujer viuda mirando de lejos. Profunda, como el amor que nos tienes.
¡Nadie puede olvidarte, Madre!. Una vez que se te ha conocido, no es posible el olvido.
Aunque pasen muchos años entre el encuentro y el abrazo... entre la mirada y la sonrisa.
Nadie, que te haya visto, aunque sea una vez, puede olvidarte. Verte... no con los ojos del cuerpo, sino con los del alma. El encuentro es interior. El abrazo, único.
Mi corazón está feliz pues me has enseñado, una vez más, que meditar en tus ejemplos no es en vano, ni "pérdida de tiempo". Meditar en ti calma las angustias del alma, encamina los pasos del corazón y nos acerca a tu Hijo.
Este 21 de noviembre quiero pedirte que subas conmigo las escalinatas de mi vida. Que me lleves de la mano y me proveas de un imprescindible equipaje interior. Que sepa mantener ese equipaje meditando siempre en tus virtudes y ejemplos.
Feliz recuerdo de tu Presentación, Madre.
Hermano que lees estas sencillas líneas. Acompaña a Maria recordando con ella este día. Acompáñala con una oración, con un pensamiento, con una obra de caridad... Suma tu sencilla ofrenda a la que hizo de su vida la más pura ofrenda de amor.
NOTA de la autora:
Estos relatos sobre María Santísima han nacido en mi corazón y en mi imaginación por el amor que siento por ella, basados en lo que he leído. Pero no debe pensarse que estos relatos sean consecuencia de revelaciones o visiones o nada que se le parezca. El mismo relato habla de "Cerrar los ojos y verla" o expresiones parecidas que aluden exclusivamente a mi imaginación, sin intervención sobrenatural alguna.
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miércoles, noviembre 19, 2008
Servidor y apóstol.
41. Servidor y apóstol. La conciencia misionera de Pablo
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano
Hoy en la Iglesia se ha despertado en muchos laicos la conciencia del apostolado.
Pablo les sigue animando como a los suyos de Filipos y Corinto:
- ¡Son los apóstoles de las Iglesias, son la gloria de Cristo, son los que tienen escrito su nombre en los cielos! (2Co 8,23; Flp 4,3)
Si esto dice de sus colaboradores, ¿qué nos va a decir Pablo de sí mismo, qué sentía de la misión que Dios le había confiado?
Sin complejos de falsa humildad, Pablo le escribe a su querido discípulo y colaborador Timoteo:
"He sido constituido heraldo y apóstol de Cristo Jesús, maestro de los gentiles en la fe y en la verdad" (1Tm 2,7)
Por trabajos que esta su vocación le pueda costar, Pablo se siente feliz al haberse entregado a Jesucristo para llevar el Nombre bendito del Salvador por todos los rincones del Imperio. Cuando el venerable Ananías se resistió a ir a Pablo después de la visión de Damasco, le respondió el Señor:
- Anda a ver a ese Saulo, y no temas. Pues éste es un instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré cuánto tendrá que padecer por mi nombre. (Hch 9,13-16)
Cuando pasen los años, y Pablo haya recorrido ya muchas tierras, escribirá a las Iglesias sus cartas inmortales. ¿Y cómo las comenzará? Era costumbre griega y romana empezar el autor su escrito haciendo su presentación, y para ello ponía detrás del nombre los títulos honoríficos o de cargo que ostentaba. Si Pablo hubiera escrito antes de caer ante las puertas de Damasco, se hubiera llamado: "Saulo, Pablo, discípulo de Gamaliel, Maestro de la Ley"… ¡Quién sabe lo que hubiera dicho, de qué se hubiera ufanado!
Ahora, sus cartas las comienza así:
"Pablo, esclavo de Jesucristo, llamado al apostolado".
Aquí está su mayor gloria. Ser todo del Señor Jesús; servirle sin reserva y llevar una vida entregada de lleno a la gloria de Jesucristo.
Pablo tiene una conciencia honda de su misión de apóstol. Sus palabras son reveladoras, y nos muestran sus disposiciones íntimas:
"Somos colaboradores de Dios… Que todos los hombres nos tengan por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se exige de los administradores es que sean fieles"… Somos embajadores de Cristo e instrumentos en la mano de Dios que les exhorta por nosotros" (1Co 3,9; 4,12; Co 5,20)
Cada una de estas palabras es un programa tanto de gloria como de graves exigencias. Pablo les dice a los fieles, a los creyentes:
"Ustedes son campo de Dios, son un edificio de Dios" (1Co 3,8-9)
Y en esta perspectiva, ¿qué y quién es el apóstol?...
Todo apóstol, como Pablo, es uno que se pone a las órdenes de Dios para trabajar con Él. Dios es generoso; y el que lo puede todo -el que puede salvar al mundo por Sí mismo, pues no necesita de nadie-, ha querido hacer todo lo contrario. Invita a voluntarios:
-¿Quién quiere venir a trabajar conmigo a la viña, quién viene a recoger las mieses de mis campos? ¿Quién me ayuda en la construcción de mi templo, el que me preparo para la Gloria?...
Con lo generoso que es Dios, a cada uno de sus trabajadores, dice Pablo, "Dios le dará el salario, a cada cual conforme a su rendimiento".
Pero lo de menos es el jornal que Dios quiere pagar. La mayor satisfacción del apóstol es la de poder trabajar con el mismo dueño de los campos o subirse a los andamios con el mismo empresario de la construcción.
¡Hay que ver la confianza que Dios deposita en sus apóstoles!...
Pablo da otra definición de sí mismo y de todo apóstol: es un servidor de Cristo.
Hay que saber desentrañar lo que encierra esta palabra. El "siervo" no era el empleado nuestro, el trabajador a sueldo.
En el Imperio Romano, siervo era el esclavo, el que trabajaba sin recompensa alguna, el que había de obedecer sin chistar, el que acababa en el suplicio, frecuentemente la cruz, si al amo le venía bien divertirse con la muerte de quien le había servido toda la vida.
Pero, en el lenguaje de la Biblia, vemos algo muy diferente respecto del siervo.
Conocemos al Siervo de Yahvé pintado por Isaías (Is 52,13-15; 53,1-12) Es el Hijo, el Hijo queridísimo, que se llama "Siervo" porque obedece sin rechistar al Padre, y con un amor filial enternecedor. Esto fue Jesús, el Jesús que fue a la Cruz en acto de obediencia suprema.
Viene ahora Pablo, y se confiesa "esclavo" y "servidor" de Cristo. Es decir, un entregado total y sin temores a su amo, con la misma generosidad obediente con que Jesús se puso en las manos del Padre. A Pablo no le importan los trabajos, el sufrimiento, las persecuciones que ha de soportar.
¿Cómo mira Pablo todas esas contradicciones? Le viene a decir a Cristo:
Mi Señor Jesucristo, Tú ya no estás en la cruz; Tú ya no puedes sufrir por tantos hombres y mujeres que se tienen que salvar;
Tú ya no puedes darte al apostolado como lo puedo hacer yo.
¡Descansa Tú, Señor, que ya te fatigaste bastante! Ahora me toca trabajar a mí.
Eso que le falta a tu Pasión, lo que trabajarías ahora, ya lo haré yo.
"Con gusto completo en mi carne lo que falta a tus tribulaciones, oh Cristo mío, a favor de tu cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24-25)
Pablo, como todo apóstol, ve cómo en sus manos ha depositado Dios todas sus riquezas: su Palabra, el Bautismo, el Cuerpo del Señor, "el cuidado de todas las Iglesias" (2Co 11,28)
Este sentido tiene para Pablo ser "administradores de Dios", lo cual supone una confianza total de Dios en el apóstol, y en el apóstol una fidelidad inquebrantable a Dios.
La gloria última del apóstol que señala Pablo es la de ser "embajadores" del mismo Dios. Y el embajador no hace otra cosa que representar dignamente a su soberano, cumplir fielmente sus órdenes y hablar en nombre del rey o del emperador.
Esta es la conciencia que tiene Pablo de su misión. "Ser apóstol" es lo que lo define, porque es lo que constituye todo su ser.
Con su ejemplo, ha arrastrado Pablo a miles y millones a hacer algo por el Señor Jesús.
Y, no lo dudemos, es lo que seguirá haciendo hasta el fin. ¿También con muchos de nosotros?...
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martes, noviembre 18, 2008
Benedicencia, la virtud ausente del diccionario
Benedicencia, la virtud ausente del diccionario
Fuente: Virtudes y Valores
Autor: Laureano López, L.C.
La palabra benedicencia es la gran ausente del diccionario. Si intentas escribirla en tu computadora en un documento de texto, inmediatamente te la corregirá cambiándola por beneficencia. Si insistes, te la subrayará en rojo como un error. Pero el verdadero error consiste en que existiendo el término que indica el vicio, maledicencia, no aparezca el vocablo que indica la virtud.
La benedicencia radica fundamentalmente en hablar bien de los demás. Sin embargo, no se limita sólo a eso. Por un lado, esta virtud nos invita a silenciar los errores y defectos del prójimo, por otra parte, nos estimula a ponderar sus cualidades y virtudes.
Jesucristo nos exhortó a la vivencia de esta virtud cuando dijo a sus discípulos: "amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen" (Lc 6,27-28). La enseñanza del cristianismo no consiste en no odiar, no maldecir, no dañar. Por el contrario, el Maestro nos invita a trabajar en positivo: Amad, bendecid, rogad.
Para vivir la benedicencia es necesario promover los comentarios positivos dentro de la familia. Varios de los conflictos dentro de la familia surgen de alguna palabra hiriente, de frases irónicas o comentarios negativos, etc. La influencia que recibimos de algunos medios de comunicación nos puede inducir a comportarnos de esta manera. Basta encender la televisión para ver cómo se insultan los miembros de distintos partidos políticos, cómo se exageran los errores y defectos de los demás. El 90% de las telenovelas nos muestran cómo surgen las intrigas familiares, en muchos casos debidas a la mentira, a la calumnia y a la difamación.
Se puede crear un ambiente muy positivo si al llegar de la escuela los hijos, en lugar de criticar a sus maestros del colegio, comentaran aquello que han aprendido ese día de ellos. Si la esposa recibe a su esposo, no con una queja por llegar tarde a comer, sino con un saludo cariñoso. Si el esposo al regresar de sus compromisos, comentase los proyectos que tiene en su trabajo y no los defectos que tienen su jefe o sus empleados. Hablar bien no significa mentir, no significa adular, comporta más bien reconocer las cualidades y virtudes de los demás.
Es importante silenciar los defectos de los demás. En algunos ambientes el chismorreo es la comidilla de todos los días. Esta es la influencia que recibimos diariamente gracias a las "revistas del corazón" y a ciertos programas televisivos que únicamente buscan ventilar las intimidades de los otros. El hombre que domina su lengua es un hombre perfecto, nos dice el apóstol Santiago. Al mismo tiempo, nos advierte que la lengua, aun siendo un miembro muy pequeño, puede ser fuego que incendie el ambiente o un veneno mortífero. Y termina diciendo que no podemos con la misma boca bendecir a Dios y maldecir a los hombres. (cf. St 3,1-12).
Si un día se quemó la cena o no estuvo a tiempo, podemos silenciar este defecto y agradecer a la persona que la preparó. Si mi hermano reprobó 2 materias en el colegio, no tengo por qué irlo pregonando a todo el mundo, más bien podría comentar las materias en las que le ha ido bien. Y si no tengo nada bueno que decir, lo mejor es callar. Silenciar los errores no significa hacerse de la "vista gorda", más bien estipula que se comente algo sólo con quien puede poner solución al problema. No significa aprobar los errores y defectos: se busca más bien combatir el error, pero al mismo tiempo conservar la buena fama de quien lo comete.
En una ocasión un penitente se acusó de haber difamado a una persona. El sacerdote le pidió que antes de darle la absolución fuera al día siguiente con una almohada de plumas a la iglesia. Ese día subieron los dos al campanario y el sacerdote le pidió que destruyera la almohada. Al momento las plumas se esparcieron por toda la ciudad. El sacerdote le hizo ver que eso mismo sucedía con la maledicencia y la difamación, no se sabía hasta dónde podían llegar y no había manera de detenerlas o de resarcirlas. A partir de ese momento, después de la absolución, se comprometió a tratar de vivir todos los días la virtud de la benedicencia.
¡Vence el mal con el bien!
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FW: Meditación diaria - Zaqueo, el malo
Zaqueo, el malo
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Mariano de Blas LC
Un día, Nuestro Señor, acompañado de una gran muchedumbre, atravesaba la ciudad de Jericó. Había allí un hombre llamado Zaqueo -jefe de publicanos y rico -, que hacía por ver a Jesús, pero por ser pequeño, no podía. Corriendo adelante, subió a un sicomoro para verlo, pues había de pasar por allí. Cuando llegó a aquel sitio, Jesús levantó los ojos y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa". Él bajó a toda prisa y lo recibió con alegría. Viéndolo, todos murmuraban porque Cristo había entrado a casa de un pecador.
Zaqueo, en pie, dijo al Señor: "Doy la mitad de mis bienes a los pobres, y, si a alguien he defraudado en algo, le devuelvo cuatro veces". Díjole Jesús: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo del Hombre ha venido a salvar y a buscar lo que estaba perdido".
Todos le miran mal, murmuran, le insultan: es el malo, el ladrón. Cristo, al contrario, no maldice, no escupe; conoce mejor que nadie la maldad, nadie se lo tiene que decir; pero también conoce las vetas sanas.
¡Cuántas veces la gente mala da lecciones de bondad impresionantes a los que se consideran buenos! Cristo acertó con ese pequeño hombre al mirarlo de otra forma.
El amor y la misericordia hicieron el milagro, y harán el milagro contigo y conmigo. Conoce que hay en ti fallos incluso grandes, perezas, egoísmos, sentimentalismo, etc.; pero conoce las partes sanas, y con ellas se queda. Por eso insiste, espera lo mejor, sabe que se puede, que tú puedes.
Si Cristo te sigue buscando es muy buena señal. Lo contrario significaría que ya no le importas. Por eso, déjate invitar, déjate querer por el Maestro.
"Zaqueo, baja pronto". Vemos que Cristo toma la iniciativa: el más interesado en tu felicidad es Él. ¿No has sentido los pasos de Cristo en los patios, los jardines de tu casa? Cristo te ha hablado en tantos lugares y te ha trasmitido mensajes personalísimos. Él ha estado hablándote durante toda la vida.
El hombre bajó a toda prisa y lo recibió con alegría. El malo de Zaqueo aquí se portó a la altura, se sacó un diez: a toda prisa, no pensó más, no dejó que la falsa prudencia le aconsejara mal: es que no tengo preparada la comida; me agarró en curva; otro día mejor; mira, no lo había previsto. A toda prisa...
¡Bien por ese hombre, y bien por todos los Zaqueos y Zaqueas que lo invitan con alegría! Yo me pregunto si puedo recibir en casa, con cara triste, con amargura, con indiferencia, a este gran Huésped... Y, no es el "mañana le abriremos, respondía, para lo mismo responder, mañana", sino, ahora le abrimos.
Todos murmuraban ¡Cuidado con erigirse en jueces de los demás! Es la pantomima del fariseo del templo: "Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás"... Cuando veas a alguien faltando, robando, siendo infiel, no juzgues.
Recuerda lo que decía San Agustín: "No soy adúltero, porque faltó la ocasión"... "Yo podría ser él o ella si no fuera por la misericordia de Dios."
Se atreven ahora a criticar a Cristo aquellas gentes. Antes mordían a Zaqueo, lo despedazaban con la lengua de víbora, ahora muerden al mismo Cristo. Quien se atreve a murmurar de sus hermanos, un día murmurará de su Padre.
La salida de Zaqueo a la tribuna libre: "Doy la mitad de mis bienes a los pobres, y, si a alguno he robado, le devolveré cuatro veces más..." No era un santo ni de comunión diaria, no iba al templo, pero un gesto de simpatía de Cristo le robó el corazón: "Mira, Zaqueo, todos te odian, todos te critican; yo te quiero, por eso deseo comer hoy en tu casa. ¿Me aceptas?" Dejémonos impresionar y robar el corazón por ese mismo Cristo que ha tenido y tiene tantos detalles con nosotros.
Yo me quedo con Zaqueo, el malo, como Cristo, y con Dimas, a quien hoy llamamos el buen ladrón, con María Magdalena la mala, que hoy es santa María Magdalena.
"Hoy ha llegado la salvación a esta casa", le dijo a aquel hombre, "este es también hijo de Abraham". También ha llegado la salvación a tu casa, pues el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.
Si en tu ayer encuentras algo de Zaqueo o de María Magdalena, no te preocupes, vuelve a empezar.
El Señor, que dio a Zaqueo la oportunidad de cambiar, nos da a nosotros, a ti y a mí, otra oportunidad.
Cualquier día es bueno para frenar en seco el mal comportamiento y comenzar una nueva vida. Zaqueo cambió radicalmente un día cualquiera en que Cristo se cruzó en su camino.
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lunes, noviembre 17, 2008
Urgidos por el amor.
40. Urgidos por el amor. Amor DE Cristo, amor A Cristo.
Fuente: Catholic.net
Autor: Pedro García Misionero Claretiano
¿Nos ama Jesucristo?... -¡Vaya pregunta!, me dirán ustedes. El Corazón más grande que existe, ¿no nos va a amar?...
Y ahora hago la otra pregunta. ¿Amamos nosotros a Jesucristo?... -¡Otra que tal!, me responden ustedes también. Si no amamos a Jesucristo, ¿a quién vamos a amar? Que somos unos malditos, ¿o qué?...
¡Bueno! Vamos a quedar todos en paz, pues ya se ve que las preguntas son didácticas, pedagógicas, sólo para enseñar y aprender.
Ese amor de Jesucristo a nosotros, y el amor nuestro a Jesucristo, lo queremos mirar hoy a la luz de las Cartas de San Pablo, el gran conocedor y el gran amante de Jesucristo.
Me inspira el tema de hoy esa maldición tan llena de cariño y simpatía que lanza Pablo al acabar su carta primera a los de Corinto:
"Que sea maldito quien no ame a nuestro Señor Jesucristo" (1Co 16,22)
Cuando pensamos sobre este amor, pasamos, sencillamente, un rato delicioso, y es lo que vamos a hacer hoy: entretenernos con dichos de Pablo que nos hagan disfrutar con el amor más bello que existe.
Pablo exclama enajenado en esta carta segunda a los Corintios:
"¡El amor de Cristo nos urge!", nos apremia y no nos deja nunca quietos (2Co 5,14)
Siempre estamos pensando en lo que Jesús nos quiere, y siempre estamos cavilando a ver cómo amaremos más a Jesús y haremos algo por Él.
Pero, preguntamos: cuando habla Pablo de este amor de Cristo, ¿de qué amor habla, del de Cristo a nosotros o del nuestro a Cristo?
Es el mismo amor. Jesús nos ama, derramando en nuestros corazones su Espíritu, y con su Espíritu amamos también nosotros a Jesús.
Con las Cartas de Pablo en la mano, vamos a la pregunta primera: ¿Nos ama Jesucristo?
Y Pablo nos responde con expresiones que se nos clavan en la mente como cuñas.
Les dice a los de Éfeso:
"Cristo nos amó, y se entregó por nosotros en sacrificio" (Ef 5,2)
Pero Pablo detalla mucho más. No se contenta con decir: "Por todos", por la humanidad entera. Pablo se emociona, y particulariza:
"¡Cristo me amó, y se entregó a la muerte por mí!"(Gal 2,20)
""Por mí", nada de "por todos" en general.
Por mí, como si en su mente divina y ante sus ojos no estuviera más que yo.
Y me amó a mí, y nos amó a todos, a pesar de lo que éramos: malos de verdad.
Jesucristo no se tiró para atrás, y Pablo pondera la generosidad inmensa del Señor:
-Cristo murió por nosotros, impíos. La verdad es que apenas se encontrará quien se atreva a morir por una persona buena. Pero lo grande es que Cristo murió por nosotros siendo peca-dores, ingratos, odiosos (Ro 5,7)
¿Nos ama Jesucristo?... Si Jesucristo no nos amara, diríamos que habría dejado de amarse a Sí mismo.
Le preguntamos a Pablo el porqué, y nos responde con palabras profundas.
-Porque Cristo vive de tal manera en nosotros y nosotros en Él, que Él y nosotros somos un mismo y un solo Cristo, como dice a los de Roma:
"Somos muchos, pero entre todos no formamos sino un solo cuerpo en Cristo" (Ro 12,5)
Jesús es la Cabeza, nosotros los miembros, pero Jesús y nosotros no formamos sino un solo cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo.
Y quien es la Cabeza, ¿puede descuidar uno solo de los miembros del cuerpo, sin que lo quiera, lo cuide, lo mime, lo defienda, los cure, lo honre?...
Es imposible que Jesucristo olvide y deje de amar uno solo de sus miembros.
Sería como decir que Jesucristo no se cuida de Sí mismo.
No hay cristiano que no esté adentrado en lo más íntimo del Corazón de Jesucristo.
¿Nos ama, entonces, Jesucristo? La pregunta sobra por completo.
Jesucristo es el mayor amador que existe.
Viene la otra pregunta: ¿amamos nosotros a Jesucristo? ¿lo amamos al estilo de Pablo?...
Hablemos primero de Pablo.
Y empiezo contándoles una curiosidad, un capricho que he tenido para esta charla. No soy el primero que ha tenido ese capricho, pero hoy lo he realizado por cuenta mía: he con-tado las veces que Pablo, en sus trece cartas, saca el nombre de Jesús en sus diversas formas: Jesús, Cristo Jesús, Jesucristo, el Señor, y demás…
He tomado para ello la nueva Biblia Vulgata, en latín, la oficial de la Iglesia.
Pues bien, si no me he equivocado, saca Pablo el nombre de Jesús en las trece Cartas 576 veces, y suben a 603 si añadimos la de los Hebreos, que es de algún discípulo de Pablo, aunque en ella lo cita sólo 27 veces, muchas menos de lo que es habitual en Pablo, lo cual quiere decir que no fue Pablo el autor de esa carta.
Entre tantas maneras como Pablo cita a Jesús, la forma más usada es "Cristo", con 219 veces, seguida de "El Señor" con 149.
Y siguen "Cristo Jesús", "El Señor Jesucristo", "Jesucristo", "El Señor Jesús", y otras como "El Hijo", y una tan bonita como ésta: "El Amado"…
¿Sabemos lo que indica el que Pablo ponga el mismo Nombre del Señor 576 veces en sólo trece cartas?...
Un hecho semejante quiere decir que Pablo era un enamorado tal de Jesús que no tenía otra idea en su cabeza ni otro amor en su corazón sino sólo JESUS; y que al hablar y al es-cribir era un torrente que soltaba impetuoso el nombre del Señor Jesús.
Jesús le llenaba a Pablo la vida entera.
Vienen entonces esas expresiones de Pablo que hemos traído tantas veces ya en nuestras charlas, y que las volveremos a repetir otras tantas veces más.
"Mi vivir es Cristo" (Flp 1,21)
"Vivo yo, pero es que no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20)
"Todo lo tengo por mera basura, a trueque de ganar a Cristo" (Flp 3,8)
Y nos dice a todos, como a Timoteo: "¡Acuérdate siempre de Jesucristo!" (1Tm 2,8)
Nada digamos, finalmente, de su arrebatada protesta:
"¿Quién nos separará del amor de Cristo?... ¡Nada ni nadie podrá arrancarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús" (Ro 8,39)
El amor de Jesucristo impregna la vida cristiana entera.
El que más ama a Jesucristo es el más santo y el que más trabaja por el Señor y por el Reino. Basta mirar a Pablo para convencerse de ello.
Jesús dijo que "todo lo iba a atraer hacia Sí". ¡Y a fe que lo ha conseguido bien!
Nadie ha amado como Jesucristo, pero tampoco nadie ha sido ni será amado jamás como Jesucristo el Señor…
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Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
A - Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo
Fuente:
Autor: P. Octavio Ortíz
Sagrada Escritura
Ez 34,11-12.15-17
Sal 22
1Cor 15,20–26a.28
Mt 25, 31-46
Nexo entre las lecturas
Jesucristo es el Señor y el Rey del Universo. Este domingo, último del ciclo litúrgico, pone ante nuestra mirada y ofrece a nuestra meditación a Cristo Rey y Señor de la historia y del tiempo. La primera lectura, tomada del profeta Ezequiel, pone de relieve que el Señor en persona busca a sus ovejas, sigue su rastro, las apacienta, venda sus heridas cura las enfermas. El Señor en persona va juzgar entre oveja y oveja (1L). Asimismo el salmo 22 destaca el amor y misericordia del Señor, pastor de nuestras almas y guía en nuestros caminos. En la carta a los corintios, en cambio, san Pablo subraya el poder de Cristo que aniquilará todo principado, todo poder y toda fuerza. Cristo tiene que reinar y todos sus enemigos yacerán a sus pies. El último enemigo será la muerte (2L). Finalmente el evangelio nos presenta la venida definitiva del Hijo del Hombre que viene para separar a unos de otros, como un pastor separa a las ovejas de las cabras. El criterio que seguirá el Señor en este día terrible, será el criterio del amor: porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber... Ellos, los que hayan practicado el amor a Cristo y a sus semejantes irán a la vida eterna; los otros, al castigo eterno (Ev). Sí, "al atardecer nos juzgarán del amor".
Mensaje doctrinal
1. Cristo pastor que busca a sus ovejas. El profeta Ezequiel nos ofrece uno de los textos más bellos del Antiguo Testamento. En él se repite hasta tres veces que el "Señor mismo" es quien se preocupa de sus ovejas; las busca si se han perdido, las cura si están heridas, les ofrece pastos abundantes si padecen hambre. Los malos pastores, los hombres, han faltado a su deber, han dejado que se pierdan las ovejas, se han aprovechado de ellas; por eso, el profeta anuncia que será Dios mismo quien cuidará del rebaño. Se subraya, sin duda, el cuidado y el interés de Dios por sus ovejas, pero al mismo tiempo se afirma que Él va a juzgar entre oveja y oveja. Dios es justo y ejerce esta justicia con amor.
El salmo 22 toma nuevamente la imagen del pastor para aplicarla al Señor. ¡Cuánta confianza da al hombre saber que "Dios mismo" es su pastor, que "Dios mismo" lo conduce, repara sus fuerzas, lo guía por un camino recto. Este buen pastor será, al final de la vida, quien juzgará nuestras vidas. Es verdad, Cristo Nuestro Señor, que se encarnó y vino a la tierra como el buen pastor en busca de sus ovejas, desea que todas ellas estén en el redil, desea que todas ellas formen parte de su rebaño. No permite que le sea arrebatada ninguna. Esto es lo que Hans Urs von Balthasar llamaba la "provocación de Jesús", es decir, ese deseo de reunir a todas las ovejas en su propio rebaño. En este sentido la provocación de Jesús es mucho más que una simple llamada o información. Provocar es motivar, es invitar, es mover a la acción, es recoger y separar. El pastor, al final del texto de Ezequiel, separa oveja de oveja. Se trata pues de una llamada urgente para decidirse a favor o en contra de Jesús. No hay lugar para términos medios. Quien no está con Jesús estará contra él. Muchos, lamentablemente, se hacen sordos ante los requerimientos del amor divino; muchos no desean participar de la "copa de la salvación", ni formar parte del rebaño de Cristo. Nos corresponde, como embajadores del único Pastor, anunciar sin cansancio el amor de Dios. Nos corresponde mostrar a los hombres la belleza y la profundidad del amor de Dios para llamarlos a todos a este rebaño y ayudarles a encontrar la felicidad eterna.
2. Cristo rey que vence a sus enemigos. Cuanto más claramente el Reino de Cristo se ofrece como "luz del mundo", como sobre el monte", "como levadura de la masa", tanto más aparece la fuerza del enemigo de Dios que desea contrastar el bien y el amor. Así, en la carta a los Corintios, Pablo habla de todos los principados y potestades que se oponen al Reinado de Dios. Todos los enemigos deben quedar bajo el estrado de sus pies, porque al final de lo tiempos se debe realizar toda justicia. Al final, el mal será definitivamente derrotado por el bien y por el amor; pero recordemos que el triunfo del Reino de Cristo no tendrá lugar sin un último asalto de las fuerzas del mal. El enemigo de Dios, el diablo, sufrirá la última derrota de frente a Cristo resucitado, Señor de vivos y de muertos. ¡Cómo deberían incidir en nuestras vidas verdades tan fundamentales y decisivas! Cristo tiene que reinar. Cristo reinará y vencerá el último enemigo, la muerte. El mysterium iniquitatis será definitivamente vencido por el mysterium trinitatis.
3. Cristo juez que juzga a los hombres. Este Cristo que vendrá al final de los tiempos nos juzgará acerca del amor. El catecismo de la Iglesia Católica en el no. 678 dice:
Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Ml 3,19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7?12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38?40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1?3; Jn 3, 20?21; Rm 2, 16; 1 Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20?24; 12, 41?42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1?5). Jesús dirá en el último día: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40)".
Conviene, pues, prepararnos apropiadamente practicando el bien y el amor. Un día se pondrá a la luz el secreto de los corazones. Trabajemos hoy para que nuestro corazón esté lleno de Dios y de su amor.
Sugerencias pastorales
1. La práctica de la caridad activa. Puesto que la caridad será el tema del juicio, debemos hacer todo lo que está en nuestras manos para poner por obra la enseñanza de la parábola de Jesús. Es decir, atendamos hoy al hambriento, demos de beber al sediento, vistamos al desnudo, visitemos al enfermo y prisionero... en una palabra, practiquemos el mandamiento del amor. En verdad, es necesario hacer un serio examen de conciencia y preguntarse: ¿Responde mi vida al mandato de Cristo de amar a mis hermanos? ¿Realmente me interesa el bien espiritual y material de mis hermanos los hombres? ¿Me preocupo por hacer algo en favor de los demás? Se trata, pues, de despertar el sentido de responsabilidad ante las necesidades ajenas. El pecado grave que podríamos cometer sería el pecado de omisión: hubiésemos podido dar de comer al que tenía hambre y no lo hicimos; hubiésemos podido dar de beber al sediento y no lo hicimos. Nuestra vida se construyó con una serie innumerable de pequeñas omisiones. En nuestro corazón ha muerto el amor y al atardecer me juzgarán precisamente del amor.
2. Vencer al mal con el bien. El mal aparece en el horizonte de nuestra vida. Vemos que en las relaciones internacionales, en la vida de los pueblos, en la vida familiar y en nuestro propio corazón, se insinúa y se presenta el mal. Ante esta dramática situación hay que responder con el bien. Ante la murmuración hemos de responder con la benedicencia; ante la calumnia y la injuria con el perdón; ante la violencia y la injusticia, con la caridad, el perdón y la justicia. No se puede combatir el mal con el mal, pues sería una contradicción. Al mal lo tenemos que combatir con el bien, con el amor. Ése es el camino que Cristo nos dejó. Así respondió Cristo ante sus perseguidores. Cuando el mal parecía envolverlo por todas partes, su amor y dignidad, su obediencia filial al Padre, su amor a los hombres venció sobre las potencias del mal y de la muerte.
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domingo, noviembre 16, 2008
No tener confianza es no tener paz
Fuente: Catholic.net
Autor: Ma. Esther De Ariño
No tener confianza, desconfiar, es perder la calma, es no tener paz. Hoy en día los hombres y las mujeres desconfiamos de todo y por lo tanto no tenemos paz. Vivimos recelando, pensando en que todos nos pueden engañar.
Tal vez sea porque tampoco nosotros somos auténticos, tal vez sea por eso. Lo cierto es que vivimos en un mundo de engaño. Engaño en los negocios, engaño en los artículos que consumimos, comida, cremas, accesorios, contratos, etcétera; engaño en el amor y en la amistad. Y cuando somos sinceros, honestos, ¡cuánto nos duele que alguien nos traicione!
Creer en nuestros semejantes, en nuestros seres queridos, es necesidad vital para poder vivir. Creer plenamente, sin sombra de duda en el ser amado es condición necesaria para sublimarnos en toda nuestra integridad moral como el que alguien nos diga: - ¡Creo en ti!. Pero los seres humanos nos fallamos unos a otros y es ahí cuando aparece el dolor, los celos, la desconfianza.
Tal vez hoy tengamos eso, dolor, decepción, estamos heridos, nos han engañado... Tal vez aquel puesto de trabajo que nos prometieron fue un engaño, tal vez aquel juramento de amor no fue sincero, tal vez aquella amistad nos clavó un puñal por la espalda... Traición, mentira, desilusión, elementos y sensaciones que nos hacen estar tristes, muy tristes. No queremos hablar con nadie, no queremos contarle a nadie nuestra pena, ¡nos han engañado! y hemos perdido la confianza.
Por ese dolor, de la índole que sea, no nos dejemos aniquilar. Dios es nuestro Padre y nos está cuidando, un Padre todo amor y en El si podemos confiar. Fijémonos en los niños cuando juegan en el Parque. Andan corriendo un poco lejos de su madre, pero si tropiezan y caen, o algo los asusta, corren a refugiarse en los brazos de ella que los acoge solícita y el niño con un suspiro de llanto apoya su cabecita en el regazo materno porque allí se siente seguro y CONFIADO. Eso es lo que necesitamos cuando las cosas nos hacen sufrir, tener confianza en nuestro PADRE Dios pero también en los hombres. El niño no solo cuando cae o tiene miedo, sino cuando encuentra una florerilla corre gozoso a mostrársela al ser querido. Así nosotros en nuestras penas, pero también en nuestros acontecimientos gratos, en nuestros triunfos y alegrías vayamos a Él para mostrarle y agradecerle todo aquello que nos llena de dicha.
La falsedad, aunque en estos tiempos parece acosarnos para donde miremos, no es un mal de hoy. Ya lo podemos ver en el texto de (Jeremías, IX, 3 y 55) "Nada de fidelidad, solo el fraude predomina en la tierra. Amontonan iniquidad sobre iniquidad... recelan uno del otro, nadie confía en nadie todos engañan, todos difaman... no hay en ellos palabras de verdad. Tan avezadas están sus lenguas a la mentira, que ya no pueden sino mentir".
Nos engañamos, nos mentimos unos a otros porque no somos auténticos. Hemos de vivir nuestra existencia con autenticidad para poder confiar y dar confianza a nuestros semejantes.
Estamos llamados a hacer un mundo nuevo. Un mundo mejor. Un mundo verdad. Y LA VERDAD NOS HARÁ LIBRES. Para eso tenemos que vivir nuestra propia vida con auténtica verdad. Una auténtica renovación en nuestras vidas, empezando por confiar en la Humanidad.
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